Puente hasta Terabithia.
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Puente hasta Terabithia.
Hola de nuevo,
um, quiero dejar este fanfiction que escribí como por ahí en junio o julio, al enamorarme perdidamente del libro por Katherine Paterson "Bridge to Terabithia" y repudiar la película del 2007 basada en él.
Espero que les guste (por lo menos a mí me gustó):
-For Carol,
Darling, Dearest,
Dead.
Barabúm, barabúm, bum, bum, bum. Barabúm, barabúm, bum, bum. Burum, burum, burum, buruuuum, rum, rum, rum. Bien. Su padre había puesto en marcha la camioneta. Ahora podría levantarse. Mikey se sentó en la cama y metió los pies dentro de las pantuflas, caminó hasta la puerta de la habitación y en cuanto tocó la perilla
-¿te vas, Mikey? –Gerard se incorporó en la cama, soñoliento.
-chiss –dijo Mikey, con un dedo índice sobre sus labios
Las paredes eran delgadas, mamá se pondría furiosa como una mosca atrapada en un bote de mermelada si la despertaban temprano.
Le dio unas palmaditas a Gerard, quien gruñó y se volvió a tapar hasta la cabeza, y desde debajo de la cobija dijo
-¿vas a hacer tus estúpidas estrategias de nuevo?
-a lo mejor
Por supuesto que iba a jugar con él sólo ajedrez, pero él no lo llamaba «estúpidas estrategias». Se levantaba temprano todos los días y se iba al sótano de su casa donde tenía un muy buen tablero de ajedrez de madera que le regaló su abuela en su cumpleaños hace ya varios años. El silencio a esa hora no lo podía desconcentrar, hacía estrategias y jugaba contra él mismo, como veía en la televisión a esos genios que incluso jugaban sin mirar el tablero. Mikey pensaba que lo hacía bien, que era ingenioso, y podría ser el mejor estratega de noveno en cuanto comenzara el curso. Tenía que ser el más ingenioso y astuto –no uno de los más ingeniosos y astutos, ni el segundo más ingenioso y astuto-. El mejor.
Salió de puntillas por el pasillo y abrió la puerta del sótano, bajó, las escaleras chirriaban, pero si lo hacía de puntillas, casi no se escuchaba. Un enorme perro negro de orejas largas pasó bajando las escaleras junto con él, haciendo el ruido necesario para despertar incluso a la piedra bajo la sábana que era su hermano.
-Severus, vete a dormir –le dijo, el perro dio un gemido y fue a echarse a la esquina del sótano, cerca de una repisa llena de solventes.
Severus era el perro fiel de su mamá, sólo estaba ahí para gimotear, dormir y comer.
La preparatoria de Belleville era demasiado hostil, y lo era especialmente para un chico que no era muy bueno en los deportes y que pasaba su tiempo dibujando y jugando ajedrez con un montón de extranjeros y judíos. Un montón de inteligentísimos extranjeros y judíos, eso sí.
Mikey escribió en el cuaderno que tenía al lado una nueva estrategia con su caballo, una pequeña sorpresa para ese Baker. Al que siempre le hacía la misma jugada. Ahora cambiaría un poquito las cosas e iría directamente el jaque ma-
-Mikey –dijo la soñolienta voz de su hermano en lo alto de las escaleras –mamá dice que vengas a desayunar, más tarde te apoderas del universo.
Maldita sea. El tiempo pasa demasiado rápido cuando uno imagina y esas cosas, sobre todo cuando imagina derrotar.
-ahá, ahí voy –dijo Mikey, levantándose.
Sin sacar aún de su mente el nombre que había puesto a la jugada «Thriller», subió las escaleras caminando lentamente y con Severus siguiéndolo detrás, quien también quería comer.
-bueno, aquí tenemos a la gran estrella olímpica –dijo sarcásticamente Katie, la prima mayor de Mikey, dejando dos tazas en la mesa tan fuertemente que se derramó un poco el café fuerte y negro.
Mikey apartó su cabello de la frente y se dejó caer en una de las sillas, echó dos cucharadas de azúcar a la taza y sopló para que el café caliente no le quemara la lengua, aunque ya la tenía tan dura de tantas quemaduras que no sentía poder quemarse más.
-Mikey, tu cabello es un asco, ¿cuántos días tienes sin bañarte? –dijo Katie, con una mueca mientras echaba leche en su cereal de fibra, del cual Gerard opinaba que sabía a cartón.
-apuesto a que varios –dijo Katie casi para sí misma
--
Fue Camile, su prima menor (cumpliría ocho años y la adoraba), la que saltó de dos en dos las escaleras del sótano para avisarle que había gente instalándose en la antigua casa de los Perkins al lado, Mikey subió hasta la sala –donde Gerard en el sofá frente la ventana estaba leyendo-, y se subió al brazo del mueble, para mirar a través de la cortina color arena la casa de al lado, Gerard bufó.
Era cierto. Había un camión de mudanzas frente al jardín de enfrente. Mikey sabía que no durarían mucho tiempo, la de los Perkins era una de esas viejas casas ruinosas de la edad victoriana a la que va gente que simplemente no se decidió bien de a donde ir y acaban por largarse en no mucho tiempo. Más tarde pensó lo extraño que fue todo aquello, que probablemente fuera el acontecimiento más importante de su vida, no le hubiera dado la menor importancia.
-¿terminaste de espiar a los vecinos? –dijo Gerard, sin apartar la vista de su cómic, Mikey tenía la rodilla justo junto a su oreja.
A las siete, Katie no había vuelto de sus compras en nueva york, su mamá estaba de un humor terrible, de ese humor que sólo le da los domingos donde no quiere ni siquiera hacer la cena. Gerard preparó lo único que sabía preparar, unos sándwiches de crema de cacahuate para él, Mikey y Camile, y tuvieron que salir afuera a comer porque no querían que se despertara Donna.
El camión de mudanzas seguía afuera de la casa de los Perkins. No se veía a nadie por ahí, de seguro ya terminaron con la mudanza.
-espero que sea una niña, ya me harté de tantos hombres. –Dijo Camile, mordiendo de su sándwich.
-no sólo somos hombres –dijo Gerard-, está Katie -(Katie es hermana de Camile).
Camile le dio una mirada a Gerard que decía «debe ser una broma», Mikey rió.
-me voy –dijo, atascando en la boca de Camile lo que le quedaba de su sándwich que no sabía para nada bien.
Caminó dentro de la casa hacia la puerta del sótano, Severus de seguro estaría dormido en la habitación donde estaba su madre, así que no tuvo interrupciones mientras dejaba volar su mente dibujando, se acostó en el suelo con un cuaderno de dibujo y un lápiz. No sabía muy bien lo de dibujar porque el bueno para eso siempre había sido Gerard. Gerard dibujaba como otros bebían whisky, pero para Mikey, aunque no lo hiciera tan bien, la paz se hacía en su cerebro confuso y pasaba a través de su torpe cuerpo. Cielos, cómo le gustaba dibujar, aunque no supiera muy bien las técnicas, debería pedirle alguna vez a su hermano que le enseñara como, sólo que le da algo de pena.
Le gustaba dibujar animales extraños, podía ponerle orejas de conejo a un cocodrilo o podía ponerle alas a una serpiente, pero por lo regular los metía en aprietos poco comunes para un animal, como el que se puso a hacer, un hipopótamo cayendo al vacío dando vueltas (las que representaba con una serie de líneas curvas) por un acantilado al mar, donde saltaban los ojos sorprendidos de unos peces, un globo pendía sobre el hipopótamo -donde debía estar su cabeza pero estaba su trasero- «oh dios mío» se dijo «creo que olvidé mis anteojos!».
Mikey comenzó a reír, si pensaba mostrarle el dibujo a Camile, tendría que explicarle el chiste, y luego ella reiría como loca.
Si se lo enseñaba a su padre, justo como lo ha hecho Gerard, él le diría «Qué les estarán enseñando en esa maldita %$$% escuela? Una pandilla de viejas convirtiendo a mis hijos en unas…» se detendría antes de decir la palabra, pero Mikey habría entendido el mensaje. Así que mejor se olvidaba de mostrarlos a alguien mayor.
Lo peor es que a ninguno de sus profesores normales les interesaba el arte en lo absoluto. Salvo la señorita Carlisle, la profesora de música, a ella era a la única que le agradaba enseñarle sus dibujos, llevaba un año en la escuela y sólo les daba los jueves y los viernes.
La señorita Carlisle era uno de sus secretos. Estaba enamorado de ella. No una de esas bobadas que provocaban risitas de Katie o de otras tontas hablando por teléfono. Era demasiado real y demasiado profundo para hablar de ello, ni siquiera para pensarlo mucho. Tenía una melena negra y unos ojos azules, azules. Tocaba la guitarra como una de esas estrellas de rock que admiraba tanto y tenía una voz suave y armoniosa que hacía que Mikey se derritiera por dentro. Cielos, era maravillosa. Y a ella él le gustaba también, sí, porque le pidió la hora una vez, así lo podría probar.
Un día del pasado invierno le había regalado uno de sus dibujos. Se lo puso en la mano al terminar la clase y salió caminando rápido con las manos en los bolsillos. Era jueves, así que la siguiente clase, el viernes, la señorita Carlisle le dijo que se quedara un momento y le dijo que le encantaba su humor y su forma de pensar, para Mikey, eso significaba «eres el mejor y te amo».
«Es una hippie» había dicho su mamá acerca de la señorita Carlisle, cuando había ido a recoger las calificaciones de Mikey y la había visto.
Tal vez era cierto. Mikey no lo negaba y la seguía considerando una hermosa criatura rebelde, atrapada momentáneamente en aquella horrible y hostil prisión que era el colegio, tal vez por error…
La señorita Carlisle (Simone Carlisle) por supuesto era la única profesora que habían visto en la Escuela Secundaria de Belleville con camisetas de mensaje "gracioso" como: «salí de la cama para esto?» y cosas así.
A los profesores les gustaba pero fingían odiarla, fingían que ninguna hippie con pantalones bien ajustados y ojos muy pintados pero los labios al natural los embobaba.
-¡Mikey! –gritó su mamá, Mikey alzó la vista del cuaderno, su mamá estaba en la escalera, con una mano agarrándose del techo y la otra en el barandal- ¿ya terminaste de quitar la maleza del jardín frontal?
Demonios. La maleza, se había olvidado de ella desde la mañana pasada, se levanto y se sacudió
-ahora voy –dijo
Salió esquivándola, subió a su cuarto y se puso ropa decente, pantalones y una camiseta oscura, luego tomó los guantes de jardinería de su padre y salió por la puerta de enfrente.
Se veían luces en los tres pisos de la vieja casa de los Perkins. Estaba casi oscuro. Pero debía sólo cortar los tréboles de una esquina, donde estaban las petunias rosadas y volver al sótano a dibujar, a veces se sentía muy solo, aunque Gerard estaba ahí, se sentía entre mujeres, Gerard era muy afanado de andar con Katie y se convertían en comadrejas aprovechadas, su padre se iba muy temprano al amanecer y volvía muy tarde al atardecer, nadie tenía espacio para su rareza.
-oye Mikey –Camile. La muy tonta no dejaba a uno ni siquiera pensar en su miserable vida a solas.
-¿que quieres?
Vio cómo ella se encogía.
-tengo que decirte algo –bajó la cabeza
-ya deberías estar dormida- dijo Mikey enojado consigo mismo por asustarla
-Katie llegó
¿Por qué no podría dejarlo en paz?
-se compró una blusa transparente que hizo que a Donna le diera un ataque
«Muy bien» pensó Mikey
-no es para que te alegres –dijo Camile, reprochándole.
Parala parala parala pa
Su padre llegó y sólo le dedicó unas palmadas en el hombro mientras caminaba a la casa, Mikey dio un bufido y terminó de sacar la maleza. Luego se levantó y entró a la casa.
um, quiero dejar este fanfiction que escribí como por ahí en junio o julio, al enamorarme perdidamente del libro por Katherine Paterson "Bridge to Terabithia" y repudiar la película del 2007 basada en él.
Espero que les guste (por lo menos a mí me gustó):
-For Carol,
Darling, Dearest,
Dead.
UNO
Estúpidas estrategias..
Estúpidas estrategias..
Barabúm, barabúm, bum, bum, bum. Barabúm, barabúm, bum, bum. Burum, burum, burum, buruuuum, rum, rum, rum. Bien. Su padre había puesto en marcha la camioneta. Ahora podría levantarse. Mikey se sentó en la cama y metió los pies dentro de las pantuflas, caminó hasta la puerta de la habitación y en cuanto tocó la perilla
-¿te vas, Mikey? –Gerard se incorporó en la cama, soñoliento.
-chiss –dijo Mikey, con un dedo índice sobre sus labios
Las paredes eran delgadas, mamá se pondría furiosa como una mosca atrapada en un bote de mermelada si la despertaban temprano.
Le dio unas palmaditas a Gerard, quien gruñó y se volvió a tapar hasta la cabeza, y desde debajo de la cobija dijo
-¿vas a hacer tus estúpidas estrategias de nuevo?
-a lo mejor
Por supuesto que iba a jugar con él sólo ajedrez, pero él no lo llamaba «estúpidas estrategias». Se levantaba temprano todos los días y se iba al sótano de su casa donde tenía un muy buen tablero de ajedrez de madera que le regaló su abuela en su cumpleaños hace ya varios años. El silencio a esa hora no lo podía desconcentrar, hacía estrategias y jugaba contra él mismo, como veía en la televisión a esos genios que incluso jugaban sin mirar el tablero. Mikey pensaba que lo hacía bien, que era ingenioso, y podría ser el mejor estratega de noveno en cuanto comenzara el curso. Tenía que ser el más ingenioso y astuto –no uno de los más ingeniosos y astutos, ni el segundo más ingenioso y astuto-. El mejor.
Salió de puntillas por el pasillo y abrió la puerta del sótano, bajó, las escaleras chirriaban, pero si lo hacía de puntillas, casi no se escuchaba. Un enorme perro negro de orejas largas pasó bajando las escaleras junto con él, haciendo el ruido necesario para despertar incluso a la piedra bajo la sábana que era su hermano.
-Severus, vete a dormir –le dijo, el perro dio un gemido y fue a echarse a la esquina del sótano, cerca de una repisa llena de solventes.
Severus era el perro fiel de su mamá, sólo estaba ahí para gimotear, dormir y comer.
La preparatoria de Belleville era demasiado hostil, y lo era especialmente para un chico que no era muy bueno en los deportes y que pasaba su tiempo dibujando y jugando ajedrez con un montón de extranjeros y judíos. Un montón de inteligentísimos extranjeros y judíos, eso sí.
Mikey escribió en el cuaderno que tenía al lado una nueva estrategia con su caballo, una pequeña sorpresa para ese Baker. Al que siempre le hacía la misma jugada. Ahora cambiaría un poquito las cosas e iría directamente el jaque ma-
-Mikey –dijo la soñolienta voz de su hermano en lo alto de las escaleras –mamá dice que vengas a desayunar, más tarde te apoderas del universo.
Maldita sea. El tiempo pasa demasiado rápido cuando uno imagina y esas cosas, sobre todo cuando imagina derrotar.
-ahá, ahí voy –dijo Mikey, levantándose.
Sin sacar aún de su mente el nombre que había puesto a la jugada «Thriller», subió las escaleras caminando lentamente y con Severus siguiéndolo detrás, quien también quería comer.
-bueno, aquí tenemos a la gran estrella olímpica –dijo sarcásticamente Katie, la prima mayor de Mikey, dejando dos tazas en la mesa tan fuertemente que se derramó un poco el café fuerte y negro.
Mikey apartó su cabello de la frente y se dejó caer en una de las sillas, echó dos cucharadas de azúcar a la taza y sopló para que el café caliente no le quemara la lengua, aunque ya la tenía tan dura de tantas quemaduras que no sentía poder quemarse más.
-Mikey, tu cabello es un asco, ¿cuántos días tienes sin bañarte? –dijo Katie, con una mueca mientras echaba leche en su cereal de fibra, del cual Gerard opinaba que sabía a cartón.
-apuesto a que varios –dijo Katie casi para sí misma
--
Fue Camile, su prima menor (cumpliría ocho años y la adoraba), la que saltó de dos en dos las escaleras del sótano para avisarle que había gente instalándose en la antigua casa de los Perkins al lado, Mikey subió hasta la sala –donde Gerard en el sofá frente la ventana estaba leyendo-, y se subió al brazo del mueble, para mirar a través de la cortina color arena la casa de al lado, Gerard bufó.
Era cierto. Había un camión de mudanzas frente al jardín de enfrente. Mikey sabía que no durarían mucho tiempo, la de los Perkins era una de esas viejas casas ruinosas de la edad victoriana a la que va gente que simplemente no se decidió bien de a donde ir y acaban por largarse en no mucho tiempo. Más tarde pensó lo extraño que fue todo aquello, que probablemente fuera el acontecimiento más importante de su vida, no le hubiera dado la menor importancia.
-¿terminaste de espiar a los vecinos? –dijo Gerard, sin apartar la vista de su cómic, Mikey tenía la rodilla justo junto a su oreja.
DOS
Sam Bowie
Sam Bowie
A las siete, Katie no había vuelto de sus compras en nueva york, su mamá estaba de un humor terrible, de ese humor que sólo le da los domingos donde no quiere ni siquiera hacer la cena. Gerard preparó lo único que sabía preparar, unos sándwiches de crema de cacahuate para él, Mikey y Camile, y tuvieron que salir afuera a comer porque no querían que se despertara Donna.
El camión de mudanzas seguía afuera de la casa de los Perkins. No se veía a nadie por ahí, de seguro ya terminaron con la mudanza.
-espero que sea una niña, ya me harté de tantos hombres. –Dijo Camile, mordiendo de su sándwich.
-no sólo somos hombres –dijo Gerard-, está Katie -(Katie es hermana de Camile).
Camile le dio una mirada a Gerard que decía «debe ser una broma», Mikey rió.
-me voy –dijo, atascando en la boca de Camile lo que le quedaba de su sándwich que no sabía para nada bien.
Caminó dentro de la casa hacia la puerta del sótano, Severus de seguro estaría dormido en la habitación donde estaba su madre, así que no tuvo interrupciones mientras dejaba volar su mente dibujando, se acostó en el suelo con un cuaderno de dibujo y un lápiz. No sabía muy bien lo de dibujar porque el bueno para eso siempre había sido Gerard. Gerard dibujaba como otros bebían whisky, pero para Mikey, aunque no lo hiciera tan bien, la paz se hacía en su cerebro confuso y pasaba a través de su torpe cuerpo. Cielos, cómo le gustaba dibujar, aunque no supiera muy bien las técnicas, debería pedirle alguna vez a su hermano que le enseñara como, sólo que le da algo de pena.
Le gustaba dibujar animales extraños, podía ponerle orejas de conejo a un cocodrilo o podía ponerle alas a una serpiente, pero por lo regular los metía en aprietos poco comunes para un animal, como el que se puso a hacer, un hipopótamo cayendo al vacío dando vueltas (las que representaba con una serie de líneas curvas) por un acantilado al mar, donde saltaban los ojos sorprendidos de unos peces, un globo pendía sobre el hipopótamo -donde debía estar su cabeza pero estaba su trasero- «oh dios mío» se dijo «creo que olvidé mis anteojos!».
Mikey comenzó a reír, si pensaba mostrarle el dibujo a Camile, tendría que explicarle el chiste, y luego ella reiría como loca.
Si se lo enseñaba a su padre, justo como lo ha hecho Gerard, él le diría «Qué les estarán enseñando en esa maldita %$$% escuela? Una pandilla de viejas convirtiendo a mis hijos en unas…» se detendría antes de decir la palabra, pero Mikey habría entendido el mensaje. Así que mejor se olvidaba de mostrarlos a alguien mayor.
Lo peor es que a ninguno de sus profesores normales les interesaba el arte en lo absoluto. Salvo la señorita Carlisle, la profesora de música, a ella era a la única que le agradaba enseñarle sus dibujos, llevaba un año en la escuela y sólo les daba los jueves y los viernes.
La señorita Carlisle era uno de sus secretos. Estaba enamorado de ella. No una de esas bobadas que provocaban risitas de Katie o de otras tontas hablando por teléfono. Era demasiado real y demasiado profundo para hablar de ello, ni siquiera para pensarlo mucho. Tenía una melena negra y unos ojos azules, azules. Tocaba la guitarra como una de esas estrellas de rock que admiraba tanto y tenía una voz suave y armoniosa que hacía que Mikey se derritiera por dentro. Cielos, era maravillosa. Y a ella él le gustaba también, sí, porque le pidió la hora una vez, así lo podría probar.
Un día del pasado invierno le había regalado uno de sus dibujos. Se lo puso en la mano al terminar la clase y salió caminando rápido con las manos en los bolsillos. Era jueves, así que la siguiente clase, el viernes, la señorita Carlisle le dijo que se quedara un momento y le dijo que le encantaba su humor y su forma de pensar, para Mikey, eso significaba «eres el mejor y te amo».
«Es una hippie» había dicho su mamá acerca de la señorita Carlisle, cuando había ido a recoger las calificaciones de Mikey y la había visto.
Tal vez era cierto. Mikey no lo negaba y la seguía considerando una hermosa criatura rebelde, atrapada momentáneamente en aquella horrible y hostil prisión que era el colegio, tal vez por error…
La señorita Carlisle (Simone Carlisle) por supuesto era la única profesora que habían visto en la Escuela Secundaria de Belleville con camisetas de mensaje "gracioso" como: «salí de la cama para esto?» y cosas así.
A los profesores les gustaba pero fingían odiarla, fingían que ninguna hippie con pantalones bien ajustados y ojos muy pintados pero los labios al natural los embobaba.
-¡Mikey! –gritó su mamá, Mikey alzó la vista del cuaderno, su mamá estaba en la escalera, con una mano agarrándose del techo y la otra en el barandal- ¿ya terminaste de quitar la maleza del jardín frontal?
Demonios. La maleza, se había olvidado de ella desde la mañana pasada, se levanto y se sacudió
-ahora voy –dijo
Salió esquivándola, subió a su cuarto y se puso ropa decente, pantalones y una camiseta oscura, luego tomó los guantes de jardinería de su padre y salió por la puerta de enfrente.
Se veían luces en los tres pisos de la vieja casa de los Perkins. Estaba casi oscuro. Pero debía sólo cortar los tréboles de una esquina, donde estaban las petunias rosadas y volver al sótano a dibujar, a veces se sentía muy solo, aunque Gerard estaba ahí, se sentía entre mujeres, Gerard era muy afanado de andar con Katie y se convertían en comadrejas aprovechadas, su padre se iba muy temprano al amanecer y volvía muy tarde al atardecer, nadie tenía espacio para su rareza.
-oye Mikey –Camile. La muy tonta no dejaba a uno ni siquiera pensar en su miserable vida a solas.
-¿que quieres?
Vio cómo ella se encogía.
-tengo que decirte algo –bajó la cabeza
-ya deberías estar dormida- dijo Mikey enojado consigo mismo por asustarla
-Katie llegó
¿Por qué no podría dejarlo en paz?
-se compró una blusa transparente que hizo que a Donna le diera un ataque
«Muy bien» pensó Mikey
-no es para que te alegres –dijo Camile, reprochándole.
Parala parala parala pa
Su padre llegó y sólo le dedicó unas palmadas en el hombro mientras caminaba a la casa, Mikey dio un bufido y terminó de sacar la maleza. Luego se levantó y entró a la casa.
Última edición por Milady el Sáb 22 Nov 2008, 21:41, editado 1 vez
Milady- Julio Cortázar
- Cantidad de envíos : 79
Edad : 31
Localización : Mazmorras
Fecha de inscripción : 30/04/2008
Re: Puente hasta Terabithia.
A la mañana siguiente se levantó temprano, más que de costumbre, salió de su habitación, y se tumbó en el césped del jardín frontal de su casa, cerró los ojos, el césped estaba un poco húmedo por el rocío, pero era agradable, pocas veces se tiraba al césped y era agradable, pero odiaba a los mosquitos, aplastó uno en su brazo con los ojos cerrados, luego a varios más, parecía que le daba un ataque de algo, pero a Mikey no le molestaba hacerlo porque por el vecindario nadie se levantaba tan temprano como él.
-si tanto le temes a los insectos, ¿por qué no usas… insecticida? –dijo una voz, Mikey abrió los ojos, sobresaltado, y se sentó para ver a su interrogador, que estaba recargado en la valla que dividía los jardines de la vieja casa de los Perkins con la suya. Quienquiera que fuese tenía puesta una boina que no dejaba ver su cabello mas que un desordenado flequito negro y lacio al frente, llevaba una camiseta gris y unos pantalones holgados, los pies descalzos y pálidos sobre el césped desolado de la vieja casa de los Perkins. Realmente, no podía decir si era un chico o una chica.
-hola –dijo él, o ella, señalando con la cabeza la vieja casa de los Perkins detrás-. Acabamos de instalarnos.
Mikey se quedó quieto donde estaba, mirando fijamente.
Él o ella se encogió de hombros y miró sus uñas.
-creo que estaría bien que nos hiciéramos amigos –dijo-, no hay nadie por aquí cerca, por lo menos a esta hora.
Era una chica, decidió. Sin duda era una chica, pero no podría explicar por qué se sintió tan seguro de repente. Era más o menos de su misma estatura, aunque cuando la vio bien descubrió con satisfacción que no era tan alta y que estaba parada sobre un bordillo.
-me llamo Sam Bowie.
Para colmo tenía uno de esos estúpidos nombres que valen tanto para chica como para chico.
-¿ocurre algo?
-¿qué?
-que si ocurre algo
-sí. No. –Señaló su casa con un pulgar y se quitó el cabello de la frente- Mikey Way – «que lástima que no sea una niña de la estatura de Camile»-, bueno, bueno, hasta luego, me tengo que ir –dijo, caminando a la puerta de su casa.
-oye, ¿a dónde vas? –preguntó Sam, preocupada.
-eh, tengo cosas que hacer. –Mintió Mikey, y entró a su casa.
TRES
La mejor estratega de noveno
La mejor estratega de noveno
Mikey no volvió a ver a Sam Bowie salvo desde lejos el primer día de curso, el martes siguiente, cuando el señor Turner, el director, la trajo a la clase de literatura donde Mikey estaba leyendo un libro de poesía y la señorita Garver daba su aburrida clase a un grupo de noveno grado de la Preparatoria de Belleville.
De repente, veintisiete pares de ojos se concentraron en la chica que entraba con su uniforme y su mochila y se sentaba en el primer asiento de la primera hilera (la cual estaba llena de lugares disponibles, nadie quería estar justo frente los ojos de la señorita Garver, apodada “la Tiburón”).
Mikey, en cambio, concentró su mirada en una raspadura en la tapa de su pupitre, tenía forma de corazón y las iniciales L y J grabadas en él, Mikey intentó descifrar quién le habrá heredado el pupitre.
-Way, Greggs, hagan el favor de repartir los esos libritos de Shakespere, estaré de vuelta en un momento, tengo que ir a la oficina –dijo la Tiburón, levantándose de su asiento y caminando hacia la puerta, les regaló una de sus famosas sonrisas de primer día de curso, nadie veía sonreír nunca a la Tiburón, salvo el primero y el último día de clases.
Mikey y Kevin Greggs se levantaron y recogieron cada uno una pila de libros sobre el escritorio de la profesora, cuando Mikey pasó por delante del banco de Sam ésta le levantó la mano y le hizo una especie de saludo con los dedos, el cual le contestó con un movimiento de cabeza. Hoy no traía la gorra, sino que su cabello, que antes se ocultaba debajo de ésta, estaba agarrado en una coleta pulcra de cabello lacio y negro.
Debía ser malo no conocer a nadie.
De repente tuvo lástima de Sam, lo cual no era agradable.
Fue dejando un libro en cada asiento, como le ordenó la Tiburón. Toby Baker le agarró el brazo al pasar.
-¿vas a jugar hoy?
Mikey contestó afirmativamente con la cabeza. Toby le dirigió una presuntuosa sonrisa. «Cree que me puede ganar, el muy baboso».
Mikey se sentía impaciente, sabía que iba a ganarle el torneo de inicio de curso, estaba ansioso por demostrarle quien mandaba.
La señorita Garver, la Tiburón, repartía libros de poesía como si fuera la presidenta de estados unidos, prolongando el procedimiento de la distribución de firmas y ceremonias sin sentido.
A la hora del almuerzo, Mikey pensó que sería mejor llevar su tarea a la cafetería, se pondría a leer a Shakespere mientras todos hablaban sobre sus estupideces triviales de la vida cotidiana.
Las mesas eran muy grandes, por lo que Mikey no se sentía muy incómodo de sentarse en alguna mesa con algún desconocido o alguien a quien no le hable, o sea, a todos.
Se sentaba donde sea, y esa vez no fue la excepción, estaba en una mesa llena de idiotas, a Mikey sólo le molestaba sentarse en la mesa donde estuviera Carly Quinn, que era una arpía, era la abeja reina, casi tan molesta como Katie, con todo su ejército de taradas porristas y tarados del equipo de fútbol. Les ordenaba a todos que no hablaran mientras comían, ella era una auténtica niña rica de la alta sociedad y no toleraba disturbios en el almuerzo (por eso Mikey se sentaba a leer en esa mesa) y lo hacía sólo porque podía, las únicas que hablaban eran ella y a veces...
-está comiendo leche agria, iuu –dijo la chillona voz de Darcy Gale, una pelirroja que intentaba ser la segunda más molesta, aunque sólo lograba ser lacayo de la abeja reina.
-es yogur, estúpida –dijo Carly, entornando los ojos hacia Darcy, que miraba con cara de asco a Sam, que estaba a la otra orilla de la mesa. Carly quitó su cabello rubio del hombro y siguió bebiendo su jugo de arándano con una pajita. Sam se encogía en su asiento.
Que tonta, ¿porqué se sentó ahí? Si eres nueva sabes que no te conviene sentarte junto a la roña. Yo estoy porque no tuve opción.
Mikey decidió olvidarse de sus modales al comer y empezó a sorber la leche con el popote mientras leía un párrafo del libro, la mirada de jade de Carly se concentró en él
-Way. Hey, Way. Haces un ruido repugnante.
Mikey la miró con cara de pocos amigos (la verdad es que tenía pocos amigos) y volvió a hacer el ruido.
-eres repulsivo –le dijo ella, con los ojos entrecerrados en una mueca de desprecio.
Cuando la campana sonó, Mikey ya estaba preparado para patear el nerd trasero de Toby Baker.
Llegó a el aula donde se celebraban los torneos de ajedrez (Mikey estaba inscrito en el grupo desde que salió de octavo grado), los grupos ya estaban formados y en las diferentes mesas se celebraban partidas de eliminatoria
Jaque mates y golpes a los relojes era lo que se escuchaba en la diferentes mesas donde Mikey pasaba, Toby estaba en un grupo diferente al de él pero pronto se encontrarían, se sentó frente a las piezas negras de un tablero ya listo, y esperó a su contrincante.
El club de ajedrez consistía en sólo alumnos hombres, ni una chica se había inscrito en el club desde que salió Claire Simon, una verdadera as del juego, hace varios años.
Esperó, y esperó, estaba ansioso y ya pensaba en morderse la uña del índice cuando escuchó la protesta de uno de los alumnos menores, Toby le decía que no podría entrar porque el club de ajedrez era del octavo grado en adelante y él estaba en séptimo.
-¡Baker! –Le gritó Mikey desde donde estaba- déjalo.
-Ya lo borré –dijo un tal Briggs.
-lo siento, niño. –dijo Baker.
-demonios –dijo el chico y salió de ahí- voy a reclamar.
El niño salió del aula arrastrando los pies, Toby caminó rápidamente a la mesa donde estaba Mikey, puso las manos en las orillas y miró a Mikey con ojos amenazadores, detrás de él se acercaba Sam, sonriente, saludó a Mikey con una mano, Mikey sólo la miró y volvió a ver a Toby que le iba a decir algo
-no tienes contrincante, Way, pasas automáticamente a la siguiente etapa, o ¿qué? ¿Ahora te harás el “buena gente”? –Y le dio una mirada de esas sarcásticas que Mikey odiaba tanto, Baker siguió con su tono:- y luego tal vez incluso dejarás a una chica entrar al club, y jugar, CLAARO
-si, ¿porqué no? –Dijo, y miró a Sam, que lo volteó a ver de nuevo, esperanzada-. ¡Sam! -le llamó.
-¿sí?
-¿sabes jugar?
-si.
-¿quieres participar?
-claro –ella sonrió-. ¿Por qué no?
-¿¡que!? –Chilló Toby-. No estás inscrita –se cruzó de brazos.
-ya lo está –dijo Stevie Briggs, que traía la lista y acababa de escribir con su fina letra «Samantha Bowie» debajo de donde había tachado otro nombre.
-p-pero –Baker parpadeó seguidamente.
-¿contra ti? –dijo Sam, Mikey asintió y ella se sentó frente las piezas blancas del tablero.
-me las pagarás, Way –dijo Toby, dándose la vuelta murmurando algo, Mikey lo siguió con la vista, y sonrió de lado, confiado.
-y bueno, ¿yo primero? –dijo Sam, Mikey se giró hacia ella quitando la sonrisa
-claro.
No podía ser cierto, Sam había destrozado al «Thriller» de Mikey y le había hecho jaque mate en un suspiro.
No había dejado a Mikey ni siquiera pasar a la semifinal, Sam había derrotado a todos, incluso a Toby Baker, y todos, que eran hombres, se retiraban con rostros reticentes, ya no queriendo enfrentarse a Sam, que era muy buena.
Mikey caminó con su mochila en la espalda y las manos metidas en las profundidades de sus bolsillos por el campo de la escuela hacia la salida. Sam lo alcanzó, Mikey pensó en trotar para alejarse, pero estaba demasiado desanimado y algo dentro de él rezongó al pensar en actividad física.
-gracias –le dijo Sam.
«¿Si? ¿Por qué?», pensó él.
-eres el único tipo de toda la maldita escuela que vale la pena.
No estaba seguro pero le pareció que a ella le temblaba la voz, pero no iba a empezar a sentir lástima otra vez.
-mejor que no lo creas así –dijo él.
Aquella tarde en el autobús hizo algo de lo que no se hubiera creído capaz antes. Se sentó junto a Camile. Era la única manera de impedir que Sam se sentara junto a él. Cielos, aquella chica no tenía ni la más mínima idea de lo que se podía o no hacer. Se puso a mirar fijamente por la ventanilla, pero sabía que ella había entrado al autobús y estaba sentada al otro lado del pasillo.
La oyó decir «psst, Mikey», una vez, pero había suficiente ruido en el autobús como para fingir que no la escuchó.
Cuando llegaron a la parada tomó a Camile por el brazo y la bajó contra todas sus protestas a rastras sabiendo que Sam venía detrás de ellos. Pero ella no intentó volver a hablarle ni tampoco los siguió. Se fue caminando directamente por el camino frontal hasta la puerta de la vieja casa de los Perkins.
Mikey la siguió con la vista, ella caminaba con calma, mirando hacia abajo, tranquila y solemne, sus pasos eran ligeros y fluidos, le recordaba un barco en un lago. Le vino a la cabeza la palabra «hermosa», pero la rechazó y se apresuró a abrir la casa.
-vamos, Mike, ¡tengo que ir al baño! –decía Camile
Milady- Julio Cortázar
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Re: Puente hasta Terabithia.
CUATRO
Soberanos de Terabithia
Soberanos de Terabithia
La semana fue corta. Sam seguía juntándose con el grupo de nerds adictos al ajedrez después del timbre del almuerzo y les ganaba a todos. Al llegar el viernes muchos sólo iban a jugar entre ellos y fingían que Sam no podría entrar porque ya estaban jugando, incluso Toby Baker quiso juntarse con Mikey para jugar y que Sam no lo humillara de nuevo. Mikey pensó que se le había quitado al ajedrez un poco de su encanto. Y era culpa de Sam.
Por lo menos era viernes y Mikey vería de nuevo a la señorita Carlisle.
En la clase de Arte, donde reinaba siempre paz y alegría, Mikey se sentó junto al chico de la tuba, que esta vez no traía la tuba, esperando poder escuchar la dulce voz de la señorita Carlisle hablándoles sobre Bach y Mozart o algo por el estilo.
Sam estaba en esa clase con él, por lo regular se sentaba un asiento más atrás de él en la sala audiovisual, así que veía sobre su cabeza la pantalla del proyector de la señorita Carlisle, que apuntaba con un láser detalles de la pintura de Van Gogh, explicando.
Puso algo de música clásica después de decir que en un momento regresaba, Mikey vio su hermosa cabellera oscura desapareciendo por la puerta del auditorio, dio un suspiro y se recargó en el asiento acolchado de la sala audiovisual. Al asiento vacío junto a él salto desde atrás Sam, quien espantó a Mikey, y sus ojos se encontraron con los de ella. Le sonrió. ¿Por qué no? No había razón para no hacerlo. ¿De qué tenía miedo? Dios, a veces se comportaba como un perfecto imbécil. Ella le devolvió la sonrisa. Y allí, en la sala audiovisual, escuchando a Vivaldi, tuvo la sensación de que había comenzado una nueva etapa en su vida y que quería que fuera así.
No era preciso decirle a Sam que había cambiado su opinión acerca de ella. Ya lo sabía.
Al salir de clases, vio cómo la señorita Carlisle intentaba lidiar con el proyector y su estuche de cello en la espalda mientras intentaba abrir la puerta del coche
-deberías ayudarle –dijo la voz de Sam a su lado.
Mikey se sobresaltó.
-e-ella estará bien.
-no seas tímido –dijo Sam, empujándolo hacia allá.
-oh, de acuerdo.
Mikey decidió obedecer su alarma moral y caminó rápidamente hacia el auto de la señorita Carlisle, Sam lo siguió como a un metro.
-¿p-puedo ayudarle? –dijo Mikey ofreciéndose a levantar el cello.
-oh, ¡sí habla! –dijo la señorita Carlisle fingiendo estar sorprendida, Sam sonrió.
Mikey se sintió extraño. Era cierto que la señorita Carlisle nunca lo había escuchado hablar, y se sonrojó.
-me has hecho el día –dijo ella. Y Mikey levantó el estuche.
Sam le sonrió mientras la señorita Carlisle abría la cajuela del auto y Mikey metía el cello y unas cajas de libros y discos que la maestra siempre traía.
-gracias –dijo la señorita Carlisle, muy sonriente- tienes una A+ en moralidad.
Sam entrelazó el brazo con el de Mikey, quien intentó soltarse pero no encontró una manera cortés de hacerlo, Sam le sonreía con confianza.
Ella se dejó caer al lado suyo en el autobús y se apretujó contra él para hacerle espacio a Camile. Ella habló de Arlington, un gigantesco colegio en un barrio residencial donde había estudiado y de su magnífica sala de música pero también que ahí no había ninguna profesora tan guapa como la señorita Carlisle. Y Mikey le volvió a sonreír, temía estarse acostumbrando a ello.
Al terminar las clases del lunes (Sam había tenido un mal día con algo relacionado a la gimnasia, no estaba de humor), Sam se subió al autobús y se fue a sentar en el asiento trasero: el asiento de la realeza (Carly Quinn y su ejército, que se iban ahí cuando alguno de los de fútbol no llevaba su flamante auto).
Oh dios, la matarán por sentarse en su territorio. Mikey se levantó corriendo y tomó a Sam de un brazo, ella hizo una mueca de dolor. La habían lastimado ahí.
-tienes que sentarte en tu asiento de siempre, Sam –le dijo Mikey, preocupado, jalándola.
Mientras hablaba oía las risas y las trivialidades de la abeja reina y su grupo que caminaban como supermodelos hacia la parte trasera.
-con permiso –dijo indulgentemente Carly esperando a que se retiraran Sam y Mikey, Sam miraba a Carly, pero no se movía, Mikey tenía su amoratado brazo entre sus manos- Quítense –insistió Carly, algo indignada.
-Way, muévete –dijo el mastodonte de Duke Hockstetter, poniéndose al frente.
-Saaaam –decía Mikey, Duke se acercaba a él, Mikey jaló a Sam por entre la realeza hasta el asiento de siempre, Sam sonreía divertida.
-¿que te crees? –Le preguntó Mikey-. No puedes sentarte en los asientos de gente que puede matarte como los romanos.
Sam rió.
-lo hiciste bien –dijo ella.
Cuando el autobús se detuvo, la saliva ya podía pasar sin dificultad por la garganta de Mikey, Camile caminaba entre Sam y él.
-bueno –dijo Mikey.
Estaba aún feliz y orgulloso de haber hecho algo bueno por alguien totalmente raro.
-hasta luego.
-oye, ¿crees que podamos hacer algo esta tarde? –le preguntó Sam.
Mikey vio claro como Camile entornaba los ojos.
-b-bueno –dijo él, mirándola.
-me voy –dijo Camile, apurándose hacia la casa.
-le dices a mi mamá donde estoy –le gritó Mikey a la espalda de Camile.
-¡aha! –dijo ella.
Una vez que Camile se alejó hacia la casa, Sam miró a Mikey sonriendo. Algo en Mikey le dijo que cuando se juntara con esa chica algo cambiaría para siempre. Nunca volvería a temer. Dejó esa rara sensación atrás y se concentró en cosas reales.
Le tomó la mano. La sonrisa de Sam fue radiante.
Mikey siguió a Sam hacia el terreno baldío detrás de las casas (donde se supone construirán más) hacia el arroyo que divide a los suburbios del bosque. Había un viejo manzano, justo a las orillas del lecho del arroyo, de ahí pendía un vejo columpio de madera justo por encima del agua. Era un glorioso día de otoño y había muchas hojas secas en el suelo que crujían al pisarlas.
-wow, ¿qué es eso? –dijo Sam.
-eh, ese viejo co… columpio… ha-ha estado ahí desde siempre… n-no me confiaría.
Pero Sam ya había conseguido la manera de alcanzar una de las cuerdas del columpio y Mikey tartamudeaba porque involucraba que se le levantara mucho la falda.
-listo –dijo ella, sentándose sobre el columpio.
Se dejó caer hacia atrás y se columpió majestuosamente por encima de la superficie del arroyo. Rió y tomó impulso, mirando hacia arriba, sobre las copas de los árboles, el cielo. Luego volvió a la orilla de un salto, deteniendo el columpio, Mikey le ayudó a detenerlo.
-anda, sube –dijo ella, riendo.
-¿q-qué? –dijo Mikey, temeroso.
-es muy divertido
Sam le daba confianza a Mikey, ella sólo sonreía con sentido, no era una muñeca programada, sino que en verdad era felicidad lo que reflejaba la sonrisa.
Mikey se sentó en la vieja tabla del columpio, y se dejó caer pero hacia delante, y se columpió, tomando impulso, se sentía extraño, pero no recordaba algo más divertido desde que tenía ocho años. Dejó caer la cabeza hacia atrás cuidando que sus anteojos no se le cayeran. El cielo estaba lleno de nubes, esponjosas y blancas, los árboles formaban una especie de corona a su alrededor y era tan… bonito.
-¿sabes lo que necesitamos? –dijo Sam, tras un momento de estar sentada en a orilla.
Mikey estaba tan feliz viendo las nubes que no sintió necesitar nada en ese momento.
-necesitamos un lugar –dijo ella- que sea sólo para nosotros. Será tan secreto que jamás contaremos a nadie en el mundo que existe.
Mikey bajó la vista hacia ella, que miraba hacia un lado, el horizonte, le daba la luz de perfil en la cara y luego habló casi susurrando:
-debería ser un país secreto –prosiguió- tu y yo seríamos los soberanos.
Sus palabras hicieron que algo se removiera en su interior. Le gustaría ser soberano de algo. No importa que no fuera real.
-bueno –dijo Mikey, divertido- ¿dónde podríamos tenerlo?
-en el interior del bosque, claro, así nadie nos molestará
Había partes de bosque que no le gustaban a Mikey. Sitios tan oscuros donde era como estar debajo del agua, muy abajo…
-Ya sé –Sam estaba entusiasmada-. Será un país mágico como Narnia y la única forma de entrar sería columpiándose en esa vieja cosa y saltando al otro lado del arroyo.
Mikey bajó del columpio y se lo cedió, Sam subió, se columpió un poco y saltó desde la tabla hasta el otro lado del arroyo, y pegando un gritito divertido.
Mikey se pasó la mano por la cara, negando con la cabeza y sonriendo un poco, a esa chica no le daba vergüenza que la falda se le hiciera bomba al caer. Después de ella Mikey hizo igual, y cayó casi perdiendo el equilibrio si no fuera por la mano de Sam.
Habían penetrado sólo unos metros en el bosque más allá del lecho del arroyo, cuando Sam se detuvo.
-¿qué te parece este lugar? –le preguntó a Mikey
-muy bien –dijo Mikey, rápidamente, estaba feliz de no tener que adentrarse más en el bosque, y se sentía como en un juego de niños.
Era un bonito lugar, donde los cerezos silvestres y las secuoyas jugaban al escondite entre los robles y el follaje y el no muy frecuente sol que se colaba entre ellas dando rayos blanquecinos a los zapatos.
Sam le puso al reino el nombre de Terabithia y le prestó los libros de Narnia –que Mikey había leído hace mucho por lo cual no recordaba- para que Mikey viera cómo se vive en los reinos mágicos. Él tomaba todo esto con humor, sabía que era una tontería de niños, pero le agradaba la idea de separarse de la realidad.
-mantén tu mente bien abierta
Era lo que Sam le repetía constantemente, al caminar por el bosque.
Cuando Sam hablaba, las palabras salían con majestuosidad, se escuchaba como una verdadera reina, en cambio, Mikey, ya tenía bastantes problemas para hablar su idioma normal como para encima emplear el lenguaje de un rey.
Sam por lo regular escondía su cabello dentro de una gorra de lana negra, un gorro café, o gris, entre otras cosas, nunca mostraba su sedoso cabello negro; y si no fuera por el uniforme, siempre usaría pantalones, no esos shorts cortos que Katie acostumbra usar para lucir las piernas.
Mikey no lo había hecho nunca pero en pura teoría sabía como construir cosas, así que tomó junto con Sam algunas de las tablas que había detrás de la vieja casa de los Perkins y construyeron un “castillo” en el lugar que habían encontrado en el bosque.
Mikey aún se preguntaba cuando fue que Sam le cayó tan bien como para ponerlo a hacer estas cosas.
-haces las cosas bastante bien como para ser un palitroque
-¿un qué? –preguntó Mikey riendo
-palitroque. Bueno, así escuché que te llamaba ese Toby Baker cuando se dio la vuelta el día que me dejaste jugar.
Mikey rió un poco. Estaba acostumbrado a los raros insultos de Baker.
Palitroque. La palabra dio vueltas en la cabeza de Mikey por varios días, más bien noches. ¿Qué quería decir eso? ¿Que debía hacer pesas?
El castillo era una casita de madera bastante grande, dentro pusieron un par de bolsas de dormir, algo de comida y una caja de juguetes vieja que encontraron por el bosque, donde Sam metió libros. Había más libros que comida, y Mikey estaba seguro que era porque Sam consideraba a éstos más importantes que cualquier otra cosa.
Y al igual que Dios en la Biblia, contemplaron lo que habían hecho y lo encontraron muy bien.
-tienes que hacer un dibujo de Terabithia para colgarlo en el castillo –dijo Sam, sonriendo, un día que Mikey llegó y la vio leyendo acurrucada en una esquina del castillo
-no puedo. -¿Cómo iba a explicarle a Sam de manera que lo entendiera cuánto deseaba alcanzar y apoderarse de la vida que giraba en torno suyo y que cuando lo intentaba se le escurría entre los dedos, dejando un fósil seco en la página?-. Es que se me escapa la poesía de los árboles –dijo con una sonrisa.
Ella movió la cabeza mientras masticaba una tirita agridulce.
-no te preocupes –dijo-. Algún día lo harás.
Mikey le creyó porque ahí en las sombras del castillo todo parecía posible. Los dos juntos eran los dueños del mundo y ningún enemigo, ni Carly Quinn, ni Darcy Gale, ni Toby Baker ni los otros miles de temores e insuficiencias de Mikey, ni los adversarios imaginarios de Sam (pues no tenía ninguno real, ninguno era suficientemente malo para ella) que atacaban a Terabithia podrían derrotarles nunca.
Por lo menos era viernes y Mikey vería de nuevo a la señorita Carlisle.
En la clase de Arte, donde reinaba siempre paz y alegría, Mikey se sentó junto al chico de la tuba, que esta vez no traía la tuba, esperando poder escuchar la dulce voz de la señorita Carlisle hablándoles sobre Bach y Mozart o algo por el estilo.
Sam estaba en esa clase con él, por lo regular se sentaba un asiento más atrás de él en la sala audiovisual, así que veía sobre su cabeza la pantalla del proyector de la señorita Carlisle, que apuntaba con un láser detalles de la pintura de Van Gogh, explicando.
Puso algo de música clásica después de decir que en un momento regresaba, Mikey vio su hermosa cabellera oscura desapareciendo por la puerta del auditorio, dio un suspiro y se recargó en el asiento acolchado de la sala audiovisual. Al asiento vacío junto a él salto desde atrás Sam, quien espantó a Mikey, y sus ojos se encontraron con los de ella. Le sonrió. ¿Por qué no? No había razón para no hacerlo. ¿De qué tenía miedo? Dios, a veces se comportaba como un perfecto imbécil. Ella le devolvió la sonrisa. Y allí, en la sala audiovisual, escuchando a Vivaldi, tuvo la sensación de que había comenzado una nueva etapa en su vida y que quería que fuera así.
No era preciso decirle a Sam que había cambiado su opinión acerca de ella. Ya lo sabía.
Al salir de clases, vio cómo la señorita Carlisle intentaba lidiar con el proyector y su estuche de cello en la espalda mientras intentaba abrir la puerta del coche
-deberías ayudarle –dijo la voz de Sam a su lado.
Mikey se sobresaltó.
-e-ella estará bien.
-no seas tímido –dijo Sam, empujándolo hacia allá.
-oh, de acuerdo.
Mikey decidió obedecer su alarma moral y caminó rápidamente hacia el auto de la señorita Carlisle, Sam lo siguió como a un metro.
-¿p-puedo ayudarle? –dijo Mikey ofreciéndose a levantar el cello.
-oh, ¡sí habla! –dijo la señorita Carlisle fingiendo estar sorprendida, Sam sonrió.
Mikey se sintió extraño. Era cierto que la señorita Carlisle nunca lo había escuchado hablar, y se sonrojó.
-me has hecho el día –dijo ella. Y Mikey levantó el estuche.
Sam le sonrió mientras la señorita Carlisle abría la cajuela del auto y Mikey metía el cello y unas cajas de libros y discos que la maestra siempre traía.
-gracias –dijo la señorita Carlisle, muy sonriente- tienes una A+ en moralidad.
Sam entrelazó el brazo con el de Mikey, quien intentó soltarse pero no encontró una manera cortés de hacerlo, Sam le sonreía con confianza.
Ella se dejó caer al lado suyo en el autobús y se apretujó contra él para hacerle espacio a Camile. Ella habló de Arlington, un gigantesco colegio en un barrio residencial donde había estudiado y de su magnífica sala de música pero también que ahí no había ninguna profesora tan guapa como la señorita Carlisle. Y Mikey le volvió a sonreír, temía estarse acostumbrando a ello.
Al terminar las clases del lunes (Sam había tenido un mal día con algo relacionado a la gimnasia, no estaba de humor), Sam se subió al autobús y se fue a sentar en el asiento trasero: el asiento de la realeza (Carly Quinn y su ejército, que se iban ahí cuando alguno de los de fútbol no llevaba su flamante auto).
Oh dios, la matarán por sentarse en su territorio. Mikey se levantó corriendo y tomó a Sam de un brazo, ella hizo una mueca de dolor. La habían lastimado ahí.
-tienes que sentarte en tu asiento de siempre, Sam –le dijo Mikey, preocupado, jalándola.
Mientras hablaba oía las risas y las trivialidades de la abeja reina y su grupo que caminaban como supermodelos hacia la parte trasera.
-con permiso –dijo indulgentemente Carly esperando a que se retiraran Sam y Mikey, Sam miraba a Carly, pero no se movía, Mikey tenía su amoratado brazo entre sus manos- Quítense –insistió Carly, algo indignada.
-Way, muévete –dijo el mastodonte de Duke Hockstetter, poniéndose al frente.
-Saaaam –decía Mikey, Duke se acercaba a él, Mikey jaló a Sam por entre la realeza hasta el asiento de siempre, Sam sonreía divertida.
-¿que te crees? –Le preguntó Mikey-. No puedes sentarte en los asientos de gente que puede matarte como los romanos.
Sam rió.
-lo hiciste bien –dijo ella.
Cuando el autobús se detuvo, la saliva ya podía pasar sin dificultad por la garganta de Mikey, Camile caminaba entre Sam y él.
-bueno –dijo Mikey.
Estaba aún feliz y orgulloso de haber hecho algo bueno por alguien totalmente raro.
-hasta luego.
-oye, ¿crees que podamos hacer algo esta tarde? –le preguntó Sam.
Mikey vio claro como Camile entornaba los ojos.
-b-bueno –dijo él, mirándola.
-me voy –dijo Camile, apurándose hacia la casa.
-le dices a mi mamá donde estoy –le gritó Mikey a la espalda de Camile.
-¡aha! –dijo ella.
Una vez que Camile se alejó hacia la casa, Sam miró a Mikey sonriendo. Algo en Mikey le dijo que cuando se juntara con esa chica algo cambiaría para siempre. Nunca volvería a temer. Dejó esa rara sensación atrás y se concentró en cosas reales.
Le tomó la mano. La sonrisa de Sam fue radiante.
Mikey siguió a Sam hacia el terreno baldío detrás de las casas (donde se supone construirán más) hacia el arroyo que divide a los suburbios del bosque. Había un viejo manzano, justo a las orillas del lecho del arroyo, de ahí pendía un vejo columpio de madera justo por encima del agua. Era un glorioso día de otoño y había muchas hojas secas en el suelo que crujían al pisarlas.
-wow, ¿qué es eso? –dijo Sam.
-eh, ese viejo co… columpio… ha-ha estado ahí desde siempre… n-no me confiaría.
Pero Sam ya había conseguido la manera de alcanzar una de las cuerdas del columpio y Mikey tartamudeaba porque involucraba que se le levantara mucho la falda.
-listo –dijo ella, sentándose sobre el columpio.
Se dejó caer hacia atrás y se columpió majestuosamente por encima de la superficie del arroyo. Rió y tomó impulso, mirando hacia arriba, sobre las copas de los árboles, el cielo. Luego volvió a la orilla de un salto, deteniendo el columpio, Mikey le ayudó a detenerlo.
-anda, sube –dijo ella, riendo.
-¿q-qué? –dijo Mikey, temeroso.
-es muy divertido
Sam le daba confianza a Mikey, ella sólo sonreía con sentido, no era una muñeca programada, sino que en verdad era felicidad lo que reflejaba la sonrisa.
Mikey se sentó en la vieja tabla del columpio, y se dejó caer pero hacia delante, y se columpió, tomando impulso, se sentía extraño, pero no recordaba algo más divertido desde que tenía ocho años. Dejó caer la cabeza hacia atrás cuidando que sus anteojos no se le cayeran. El cielo estaba lleno de nubes, esponjosas y blancas, los árboles formaban una especie de corona a su alrededor y era tan… bonito.
-¿sabes lo que necesitamos? –dijo Sam, tras un momento de estar sentada en a orilla.
Mikey estaba tan feliz viendo las nubes que no sintió necesitar nada en ese momento.
-necesitamos un lugar –dijo ella- que sea sólo para nosotros. Será tan secreto que jamás contaremos a nadie en el mundo que existe.
Mikey bajó la vista hacia ella, que miraba hacia un lado, el horizonte, le daba la luz de perfil en la cara y luego habló casi susurrando:
-debería ser un país secreto –prosiguió- tu y yo seríamos los soberanos.
Sus palabras hicieron que algo se removiera en su interior. Le gustaría ser soberano de algo. No importa que no fuera real.
-bueno –dijo Mikey, divertido- ¿dónde podríamos tenerlo?
-en el interior del bosque, claro, así nadie nos molestará
Había partes de bosque que no le gustaban a Mikey. Sitios tan oscuros donde era como estar debajo del agua, muy abajo…
-Ya sé –Sam estaba entusiasmada-. Será un país mágico como Narnia y la única forma de entrar sería columpiándose en esa vieja cosa y saltando al otro lado del arroyo.
Mikey bajó del columpio y se lo cedió, Sam subió, se columpió un poco y saltó desde la tabla hasta el otro lado del arroyo, y pegando un gritito divertido.
Mikey se pasó la mano por la cara, negando con la cabeza y sonriendo un poco, a esa chica no le daba vergüenza que la falda se le hiciera bomba al caer. Después de ella Mikey hizo igual, y cayó casi perdiendo el equilibrio si no fuera por la mano de Sam.
Habían penetrado sólo unos metros en el bosque más allá del lecho del arroyo, cuando Sam se detuvo.
-¿qué te parece este lugar? –le preguntó a Mikey
-muy bien –dijo Mikey, rápidamente, estaba feliz de no tener que adentrarse más en el bosque, y se sentía como en un juego de niños.
Era un bonito lugar, donde los cerezos silvestres y las secuoyas jugaban al escondite entre los robles y el follaje y el no muy frecuente sol que se colaba entre ellas dando rayos blanquecinos a los zapatos.
Sam le puso al reino el nombre de Terabithia y le prestó los libros de Narnia –que Mikey había leído hace mucho por lo cual no recordaba- para que Mikey viera cómo se vive en los reinos mágicos. Él tomaba todo esto con humor, sabía que era una tontería de niños, pero le agradaba la idea de separarse de la realidad.
-mantén tu mente bien abierta
Era lo que Sam le repetía constantemente, al caminar por el bosque.
Cuando Sam hablaba, las palabras salían con majestuosidad, se escuchaba como una verdadera reina, en cambio, Mikey, ya tenía bastantes problemas para hablar su idioma normal como para encima emplear el lenguaje de un rey.
Sam por lo regular escondía su cabello dentro de una gorra de lana negra, un gorro café, o gris, entre otras cosas, nunca mostraba su sedoso cabello negro; y si no fuera por el uniforme, siempre usaría pantalones, no esos shorts cortos que Katie acostumbra usar para lucir las piernas.
Mikey no lo había hecho nunca pero en pura teoría sabía como construir cosas, así que tomó junto con Sam algunas de las tablas que había detrás de la vieja casa de los Perkins y construyeron un “castillo” en el lugar que habían encontrado en el bosque.
Mikey aún se preguntaba cuando fue que Sam le cayó tan bien como para ponerlo a hacer estas cosas.
-haces las cosas bastante bien como para ser un palitroque
-¿un qué? –preguntó Mikey riendo
-palitroque. Bueno, así escuché que te llamaba ese Toby Baker cuando se dio la vuelta el día que me dejaste jugar.
Mikey rió un poco. Estaba acostumbrado a los raros insultos de Baker.
Palitroque. La palabra dio vueltas en la cabeza de Mikey por varios días, más bien noches. ¿Qué quería decir eso? ¿Que debía hacer pesas?
El castillo era una casita de madera bastante grande, dentro pusieron un par de bolsas de dormir, algo de comida y una caja de juguetes vieja que encontraron por el bosque, donde Sam metió libros. Había más libros que comida, y Mikey estaba seguro que era porque Sam consideraba a éstos más importantes que cualquier otra cosa.
Y al igual que Dios en la Biblia, contemplaron lo que habían hecho y lo encontraron muy bien.
-tienes que hacer un dibujo de Terabithia para colgarlo en el castillo –dijo Sam, sonriendo, un día que Mikey llegó y la vio leyendo acurrucada en una esquina del castillo
-no puedo. -¿Cómo iba a explicarle a Sam de manera que lo entendiera cuánto deseaba alcanzar y apoderarse de la vida que giraba en torno suyo y que cuando lo intentaba se le escurría entre los dedos, dejando un fósil seco en la página?-. Es que se me escapa la poesía de los árboles –dijo con una sonrisa.
Ella movió la cabeza mientras masticaba una tirita agridulce.
-no te preocupes –dijo-. Algún día lo harás.
Mikey le creyó porque ahí en las sombras del castillo todo parecía posible. Los dos juntos eran los dueños del mundo y ningún enemigo, ni Carly Quinn, ni Darcy Gale, ni Toby Baker ni los otros miles de temores e insuficiencias de Mikey, ni los adversarios imaginarios de Sam (pues no tenía ninguno real, ninguno era suficientemente malo para ella) que atacaban a Terabithia podrían derrotarles nunca.
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Re: Puente hasta Terabithia.
Unos días después de haber construido el castillo, Mikey perdió el autobús por tener que ayudarle a la Tiburón con una selección de libros, la Tiburón elegía cada semana a dos alumnos que fueran sus lacayos para seleccionar los libros que esclavizarían a toda la clase.
Cuando Mikey por fin llegó a Terabithia, Sam estaba leyendo de nuevo cerca de una de las grietas del castillo para recibir algo de luz. El libro tenía en la portada una imagen de un retrato en forma de ovalado.
-¿qué haces? –dijo Mikey entrando y sentándose a su lado
-leyendo. Como no estabas, tenía que hacer algo… esa Tiburón es una mandona
Mikey rió. ¿Qué era una caminata larga comparado con los trabajos extra que pudo haberle puesto la Tiburón? (eran muy crueles, la Tiburón era capaz de hacerle ponerse a copiar el diccionario, o una enciclopedia si estaba de humor)
-hay que pararles los pies a personas como ella y esa chica Quinn, personas como ella se convierten en tiranos y dictadores.
-¿tienes alguna idea?
-¿de qué?
-creí que pensabas en alguna manera de derrocar a Quinn de su trono
-no necesitamos tronos como ese. Tenemos el nuestro propio, además, estamos intentando salvar a las ballenas. Pueden extinguirse.- dijo, preocupada, dándole el libro de Moby Dick a Mikey, que observó la sangrienta portada de una ballena atacando a un delfín. Levantó una ceja.
-salvas a las ballenas y disparas contra las personas, ¿no? –dijo Mikey, con humor.
Por fin ella sonrió.
-algo por el estilo, supongo.
A Mikey le gustaba por alguna razón que ella sonriera así, lo hacía sentir bien por dentro, como lo cálido que sientes al sentarte frente a la chimenea después de haber venido de una fuerte nevada.
De repente Sam abrió de par en par los ojos, mirando un punto detrás de Mikey
-mira –dijo ella
Él volteó hacia atrás y entrecerró los ojos, confundido
-¿Qué? –murmuró
-hadas.
Mikey intentó no reír.
-no. Se llaman mariposas.
Se preguntó si su amiga estaba chiflada
-no estoy loca, Mikey –dijo Sam, riendo, y se acercó a él.
Puso las manos sobre los anteojos de Mikey
-¿Qué…?
-shh –dijo Sam-. Cierra tus ojos. Y abre bien tu mente.
Ella quitó las manos de los ojos de Mikey, quien no entendía la frase que le acababa de decir su amiga pero no abrió los ojos hasta entenderle. ¿Hadas? Hadas. Abrió sus ojos de una vez. Frente a él, volando como lucecillas, de varios colores, revoloteaban pequeñas personitas con alas, vestidas con flores. No sólo insectos.
-oh dios…
Sam rió, pasó un brazo por la espalda de Mikey, quien estaba anonadado. ¿Estaré loco?, pensó.
-vienen a venerar a los soberanos de Terabithia, ¡dulces hadas de la provincia de la copa de los árboles, son bien recibidas!
Mikey no podía creer que todo eso estuviera en su cabeza.
Al principio evitaban estar juntos durante las horas en la escuela, excepto después del almuerzo, cuando siempre se juntaban a que Sam lo derrotara en otra partida de ajedrez (ella era tan inteligente que incluso podía jugar sin ver el tablero, como los de la tele. Mikey podría rendirse, ella era excelente). Pero ya en octubre no les importaba, o más bien, a Mikey no le importaba que todos conocieran su amistad (a Sam nunca le importó). Toby Baker disfrutaba echándole sucias miradas y le preguntaba a Mikey de vez en cuando (cuando estaba solo) por su «novia». Mikey nunca lo escuchó. Sabía que «novia» era una chica con la que te la llevas arrimado, como Carly Quinn y Duke Hockstetter, que se la llevan besándose en público y haciendo alarde de cuánto se quieren… y además, le era tan difícil imaginarse a Sam con él haciendo eso, como le era difícil imaginarse a la Tiburón sonriendo por un día entero y comiendo una manzana con caramelo sobre el mástil de una bandera.
Que Toby Baker se fuera al infierno.
Ella lo había hecho mirar hadas. Y eso vale más que cualquier otra cosa.
Como no había más tiempo libre entre las horas de clase salvo los dos minutos (o segundos) que tenía para tomar sus otros libros del casillero, Mikey y Sam aprovechaban la hora después de almuerzo en el aula de ajedrez y a veces en vez de jugar sólo charlaban. Salvo las mágicas horas de la clase de la señorita Carlisle, esa hora era lo único que Mikey esperaba con ansias en las horas de clase. Sam siempre podía pensar en algo gracioso que hacía más llevaderos los largos días. Muchas veces eran bromas sobre Carly Quinn y las taradas que le hacían de escolta, como Darcy Gale, Ginny Hathaway y Jennifer Fisher, que se reían de cualquier tontería pronunciada por Carly y la seguían como fieles caninos.
-mira –le susurraba en los pasillos-, ahora puedes mirar que menean su larga cola
En efecto, cuando Mikey observó bien, detrás de Darcy, Ginny y Jennifer, colgaban largas colas que se sacudían como las de los perros. De nuevo la magia. No pudo evitar reír.
Sam era una persona que en la clase de literatura, donde Mikey la veía más de seguido, mantenía un rostro serio y sobrio, y hacía excelente su trabajo, pese a ello su cabeza estaba llena de fantasías, fuegos artificiales, criaturas raras e historias tenebrosas.
A Mikey le costaba tener la cara seria durante la clase de la profesora Tiburón, pensando en qué tonterías podría estar pensando Sam en este momento.
-¡Way!
La voz de sargento de la profesora Tiburón reventó vilmente su ensueño. Era incapaz de mirarla a la cara, de seguro ella tendría una aleta triangular en la parte alta de su cabeza y a él se le saldría una risa ridícula, así que Mikey miró el pizarrón y se “concentró” en una mirada sobria.
Volteó disimuladamente a ver a Sam en su asiento. Estudiaba con gran interés su libro de Hamlet. Pff. Eso hubiera creído alguien que no la conociera.
En Terabithia hizo frío en noviembre, pero Mikey no se acostumbraba a no ir, y cada vez venían más duendes con ofrendas. Así que a veces prendían hogueras fuera del castillo y se acurrucaban frente a ella. Varias veces, escuchando los sonidos del bosque, Mikey se quedó dormido cuando Sam leía, se despertó con la seguridad que ella aún estaba ahí. Los padres de Sam sólo le preguntaban dónde estaba pero con curiosidad muy distinta a la de la madre de Mikey.
Los padres de Sam eran muy jóvenes, no tenían arrugas y Sam los llamaba Jude y Bill. Mikey no se acostumbraba.
Tanto el padre de Sam como la madre eran escritores. La señora Bowie escribía novelas, y según Sam, ella era más conocida que su padre, que escribía sobre política. Era increíble ver las estanterías donde tenían sus obras. La señora Bowie se llamaba «Judith Handcock» en la portada, y en la contraportada Mikey vio la fotografía de una mujer joven y seria. El señor Bowie iba y venía de Washington porque terminaba un libro que escribía con otra persona, pero había prometido a Sam que después de Navidad, se quedaría en casa para empezar a arreglarla y cultivar su jardín y escuchar música y leer libros en voz alta y escribir sólo cuando le quedara tiempo.
No encajaban con la idea que Mikey se hacía de los ricos. Los Bowie tenían un montón de discos y un aparato con muchas bocinas que parecía salido de Star Trek. Y aunque su automóvil fuera pequeño y estuviera siempre lleno de polvo, era italiano y se veía caro.
Siempre eran muy amables con Mikey cuando iba a su casa. Pero de pronto se ponían a hablar de política francesa o de cuartetos de cuerda (si Mikey hubiera estado en quinto y hubiera escuchado el término, se imaginaría una caja cuadrada hecha de cuerda, pero gracias al cielo sabía de que se trataba desde sexto). O de cómo salvar a los lobos grises, a las secuoyas o a las ballenas, y a Mikey le asustaba abrir la boca porque se sentía estúpido.
Tampoco se sentía cómodo cuando Sam venía a su casa. Gerard la veía con el pulgar en la boca o si estaba dibujando alzaba la vista durante mucho rato y la veía raro, como si Sam tuviera un dedo extra en la frente. Katie siempre buscaba fingir equivocarse y decir que era su «novia», y luego se disculpaba sarcásticamente.
Cuando se iba, su mamá decía «sus papás son unos hippies».
Cuando estaba ahí, Camile intentaba entrar en su plática y se ponía roñosa cuando no le hacían caso. Su padre había visto a Sam sólo una o dos veces y la saludó con un movimiento de cabeza para mostrar que sabía que existía, su madre aseguraba que estaba segura de que él se sentía incómodo de que su hijo de la llevara jugando con mujeres y ambos miraban con aprensión lo que pudiera salir de aquello.
Pero a Mikey no le importaba en lo más mínimo «lo que pudiera salir de aquello». Por primera vez en su vida se levantaba con una ilusión. Sam era algo más que su amiga. Era su otro yo, más interesante: era el paso a Terabithia y a todos los mundos y criaturas del más allá.
Terabithia era su secreto, y menos mal que era así, porque, ¿cómo podría explicárselo a un extraño? ¿Cómo explicaría incluso a un niño pequeño que las hadas y los dudes y los unicornios existen? Que él los miró. Con sólo ir caminando por el camino hacia el bosque la sangre de Mikey corría más fuerte y caliente por sus venas.
Se sentaba en el columpio y se balanceaba ridículamente como una niña hasta lograr una altura decente y saltaba hacia el otro lado del arroyo, donde caía toscamente de pie, pero aún así, al estar de ese lado se sentía más alto, más fuerte y más sabio en aquella tierra misteriosa y mágica.
El lugar que más le gustaba a Sam después del castillo era el pinar, una especie de lo contrario de claro en el bosque, donde los pinos crecían densamente y no dejaban pasar la luz del sol, ni un rayo. Ni los arbustos ni las hierbas crecían, faltos de luz, y el suelo estaba alfombrado de hojas doradas que crujirían con cualquier presión.
-antes creía que este lugar estaba encantado –le confesó en voz baja Mikey a Sam, la primera tarde que reunió valor para llevarla hasta ahí
-pues lo está –dijo ella, tomándole la mano, Mikey fijó la vista en la unión-, pero no te debes preocupar, no está encantado con cosas malas.
-¿cómo lo sabes? –dijo Mikey
-puedes sentirlo. Escucha.
Al principio era sólo silencio y el incómodo y traicionero sudor en la mano de Mikey en la se Sam, se olvidó del sudor, cerró los ojos y se concentró en el silencio. Era el mismo silencio que le asustaba de niño, pero ahora lo sentía como el silencio que se producía cuando la señorita Carlisle terminaba una plática larga y su voz dejaba de vibrar en sus oídos…. Sam tenía razón.
Permanecieron de pie. Muy quietos, para que el crujido de las hojas bajo los zapatos no rompiera el hechizo. De lejos, de su mundo anterior, llego el graznido de los gansos que volaban hacia el sur.
Sam respiró profundamente.
-éste no es un lugar cualquiera –susurró-. Hasta los soberanos de Terabithia no entran en este sitio más que en momentos de profunda tristeza o alegría. Nuestro deber es que siga siendo sagrado. No nos gustaría molestar a los espíritus.
CINCO
Los gigantes asesinos y la llegada del príncipe Terrien
Los gigantes asesinos y la llegada del príncipe Terrien
A Sam le encantaba inventar historias de gigantes que amenazaban la paz en Terabithia, incluso habían encontrado huellas de pies gigantes. Pero tanto Mikey como Sam sabían que el único gigante de la vida real era Duke Hockstetter, quien con sus secuaces mastodontes del equipo de fútbol daba arrastradas infernales a Mikey desde el séptimo grado. Y siempre dejaban a Mikey como el coyote del correcaminos.
Una de esas tardes no fue la excepción, donde Mikey quedó con la ropa verde del césped y los anteojos raspados, pero nadie sabía nada y nadie se enteraba de nada, como en la mafia.
Terabithia era su santuario, y nada lo podía herir ahí.
Mikey se puso creativo porque quería liberar su mente de maltratos.
-vamos a buscar a verdaderos gigantes asesinos –dijo-. Que Duke Hockstetter se vaya al infierno.
Sam sonrió.
-¡voy a matarte, maiko! –le gritaba riendo Sam a Mikey, mientras lo perseguía corriendo
-cuidado, milady, ¡si matas al rey de Terabithia te meterás en grandes líos! –dijo, mientras se detenía, jadeando, Sam se detuvo junto a él, jadeando también
-seré regicida –dijo ella con orgullo, enderezándose.
-¿regi-qué? –dijo Mikey, con las manos en las rodillas, ya no era un niño correlón.
-¿no has leído Hamlet?
-demonios –dijo Mikey, sonriendo y tirándose al suelo.
-mira, había una vez un príncipe en Dinamarca… -guardó silencio, y miró atentamente hacia un lado- ¿escucháis eso?
Había algo de miedo teatral en los ojos de Sam, Mikey la vio, divertido.
-¿qué es lo que vos escucháis, milady?
-los pasos de un enorme gigante asesino –Sam golpeó el suelo con sus pies- … hacen TEMBLAR a todo el reino ¡y vienen a comernos!
Sam se tiró riendo sobre Mikey, quien abrió mucho los ojos y puso sus manos sobre ella, que se sacudía de la risa.
-parece que ya no tendrás que matarme, milady –dijo, riendo bajo.
Última edición por Milady el Jue 27 Nov 2008, 01:08, editado 1 vez
Milady- Julio Cortázar
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Re: Puente hasta Terabithia.
Todavía faltaba un mes para la navidad, pero en la casa de Mikey; Katie, Camile y Gerard, que parecían tres hermanas, no hablaban de otra cosa.
-¿y qué le vas a regalar a tu chica, Mikey? –le preguntó Katie.
Intentó no hacerle caso y concentrarse en su café. Leía un libro que le había prestado Sam y las aventuras de un porquero eran mucho más importantes para él que los insolentes comentarios de Katie, que no paraba de presumir su nuevo arete en la nariz.
-eso no es una chica.
Mikey casi da un grito ahogado: su hermano lo traicionaba.
-por una maldita vez tienes razón –afirmó Katie-, nadie con dos dedos de frente le llamaría chica a ese palo.
Si Mikey automáticamente no hubiera salido disparado de su silla a su dormitorio con la vista en el libro, hubiera golpeado a su hermano. Y muy probablemente también a Katie.
Más tarde intentó explicarse por qué se había puesto así. En parte, desde luego, era porque una tipa tan tonta como Katie creyera que pudiera burlarse de Sam. Cielos, el estómago le dolía de pensar que Katie fuera de su misma sangre y que, en cambio, a los ojos de los demás, entre Sam y él no hubiera ninguna clase de vínculo. Se imaginó que tal vez fuera uno de esos niños abandonados que aparecen en los cuentos. Hacía mucho tiempo, cuando aún había agua en el estúpido arroyo, llegué hasta aquí flotando en una cesta -forrada de alquitrán, para impermeabilizarla, claro-. Papá me encontró y me llevó a casa porque siempre había deseado a un hijo de verdad y tenía solamente una criatura rara llamada Gerard y una sobrina estúpida. Mis verdaderos padres, hermanos y hermanas, viven lejos muy lejos: tal vez más allá de Maine y Delaware. En alguna parte tengo aún una familia que tiene la casa llena de libros y que todavía está triste porque le robaron a su niño.
Intentaba comprender porqué se había irritado tanto. También estaba enfadado porque llegaba la navidad y no sabía qué regalarle a Sam. Tenía la cabeza dura como un huevo. No era que ella fuera a esperar algo muy caro. Conocía bien a Sam como para saber que si llegaba con un pasador para el cabello ella estaría contenta. Pero por amor propio tenía que regalarle algo de lo que se sintiera orgulloso.
Cuando llegó la última semana de clases antes de las vacaciones, Mikey se sintió muy desanimado, no sabía a quien pedirle consejos, ni siquiera podría pedírselos a Camile, que aunque no estuviera tan pequeña se había empeñado en una muñeca Barbie y que quiere la Barbie y le darían la Barbie. Así que no podía pedirle consejo a ella. Katie se burlaría de él, diciéndole que si porqué no le regala ropa interior o algo por el estilo.
Camile estaba siempre triste, no podía jugar con Sam y él, y era muy difícil explicárselo ¿porqué no jugaba con Severus? Se sintió tirano al pensar en esto. Pero él no podría entretenerla siempre.
Tal vez a Sam le gustara algo así como… ¿una prenda de vestir? No, no las necesitaba, además, se sentiría estúpido preguntándole cual era su talla de pantalón o de blusa. ¿Qué tal una bufanda? Sabía tejer. Pero le daba vergüenza, la última vez que se puso a tejer, Gerard no lo paró de molestar. Debería callarse la boca, pensaba Mikey, porque mientras él tejía, Gerard era el modelo de mamá para una falda de una chica que vivía en la casa de enfrente.
Dios, que estúpido era. Miró tristemente la ventanilla del autobús. Era un milagro que una chica como Sam le hiciera caso. Si ella hubiera encontrado a otro en esa retorcida escuela… dios; era tan estúpido que casi había pasado de largo ante el cartel sin darse cuenta. Pero algo en un rincón de su cabeza se puso en movimiento y se levantó de un salto, empujando al pasar a Sam y Camile.
-nos veremos más tarde –masculló, y a base de empujones, atravesó el pasillo lleno de piernas desparramadas-. Déjeme bajar aquí, señora Pretensie, por favor –le dijo a la conductora
-ésta no es tu parada
-tengo que hacer algo que me dijo mi mamá –mintió.
-esta bieen –dijo la señora Pretensie, frenando-, mientras no me metas en problemas.
-gracias –dijo Mikey, bajándose.
Saltó del autobús antes de que hubiera parado completamente y volvió corriendo en dirección al anuncio que decía:
«CACHORROS GRATIS»
Mikey le dijo a Sam que se encontrarían en el castillo la tarde de Nochebuena, toda su familia había ido de compras a NY a última hora, pero él se quedó en casa. El perro era una cosita parda y negra de grandes ojos cafés. Mikey robó un listón de Camile y se lo puso al cuello. Caminó por los terrenos traseros hasta el arroyo, en el camino el perro le venía lamiendo la cara, sacudiéndose, pero era imposible enfadarse con él. Lo puso en su regazo y se columpió hasta poder agarrarlo y bajarse al otro lado del arroyo con cuidado. Podría haber cruzado a pie. Hubiera sido más fácil pero había que seguir la costumbre de que sólo se podía entrar a Terabithia columpiándose. No podía dejar que el cachorro incumpliera las reglas. Podría traerles mala suerte a los dos.
En el castillo dejó en el suelo al perrito, que comenzó a mascar las puntas del listón. Era una cosita espabilada, llena de vida, un regalo del que podría sentirse orgulloso. La alegría de Sam era evidente, se hincó en el suelo tomando al cachorro y acercándolo a su cara.
-ten cuidado –le advirtió sonriente Mikey- moja más que una pistola con agua.
Sam lo alejó un poco de sí mientras se limpiaba la mejilla, la advertencia de Mikey le había llegado muy tarde.
-¿es macho o hembra?
Muy de vez en cuando Mikey podía enseñarle algo a Sam.
-macho –respondió contento.
Sam sonrió igual, sus ojos café claro brillaban.
-entonces lo llamaremos el Príncipe Terrien y será el guardián de Terabithia
Dejó al perro en el suelo y se levantó
-¿a dónde vas? –preguntó él
-al pinar… es un momento de mucha alegría, ¿no?
En el pinar, las hadas hacían de esferas en los nevados pinos, era muy bonito.
Más tarde Sam le dio a Mikey su regalo. Era una caja de acuarelas con veinticuatro tubos de color, tres pinceles y un cuaderno para dibujar
-¡Cielos! –Exclamó-. Gracias.
Buscó otra forma de decirlo pero no la encontró.
-Gracias –repitió.
-no es un regalo tan bueno como el tuyo –dijo Sam humildemente, acariciando al Príncipe Terrien-, pero espero que te haya gustado.
Mikey quería decirle lo orgulloso y bueno que lo había hecho sentirse, que lo que quedaba de la navidad ya no le importaba porque aquél era un día maravilloso, pero le faltaban las palabras.
El Príncipe Terrien había soltado el listón de su cuello y lo mordía, Mikey jaló uno de los extremos y el perro comenzó a gruñir, jugando con el listón, Sam rió un poco, «gurr» hacía el Príncipe Terrien, jalando el listón con sus pequeñísimos dientes.
Ya nada de lo que sobró de la tarde en su casa pudo molestarle, llegó más de su familia, Mikey tenía miles de primas, pocos primos y los que tenía estaban grandes y eran bobalicones, así que se conformó con sentarse cerca de la chimenea mientras veía como algunas de sus primas de doce años jugaban a pelearse en el suelo como niños.
Tenía una prima pequeña, de cuatro años, llamada Joy, que lloraba por cualquier tontería. Estaba llorando porque quería que apagaran la chimenea o Santa se iba a quemar el trasero y no les daría regalos, Mikey tuvo que ser el encargado de hacerla dejar de llorar poniéndola sobre sus piernas y rodeándola torpemente con el brazo.
-no te preocupes, Joy, él encontrará la forma de entrar ¿no es cierto, Camile?
Camile lo miraba con sus ojos grandes y solemnes. Mikey le hizo un guiño cómplice por encima de la cabeza de Joy. La niña se derritió de felicidad.
-nooo Joy, él sabe cómo, él sabe TODO, no se quemará el trasero.
Torció la mejilla en un vano esfuerzo de devolverle el guiño a Mikey, que sonrió divertido. Era una buena chica. Le caía pero que muy bien la pequeña Camile.
A la mañana siguiente le ayudó a vestir y desvestir la muñeca Barbie unas treinta veces. Deslizar el delgado vestido sobre la cabeza y los brazos de la muñeca y cerrar los minúsculos corchetes era demasiado difícil para sus dedos que eran demasiado grandes.
-Michael James Way –le llamó su mamá- ¿podrías dejar de jugar con esa estúpida… y muy bonita –sonrió a Camile- muñeca y venir a sacar la basura?
Cuando Mikey sacó la basura, de vuelta encontró a Sam recargada en la valla que divide la casa de él de la vieja casa de los Perkins, Sam traía el cabello metido adentro de una gorra a cuadros grises y negros y una sudadera negra
-creí que no ibas a salir nunca esta mañana –dijo ella.
-ya sabes, es navidad.
El Príncipe Terrien empezó a mordisquear la orilla de los pantalones de Sam.
-perro tonto –dijo ella, moviendo suavemente el pie.
-si.
Otra vez parecía navidad.
SEIS
La habitación dorada.
La habitación dorada.
El señor Bowie comenzó a reparar la vieja casa. Como la señora Bowie tenía un libro a medio escribir no podía ayudar, de modo que a Sam le tocó hacerla de ayudante. A pesar de saber muchas cosas de música y política, el señor Bowie solía ser muy distraído. Dejaba el martillo para tomar el libro de «Hágalo usted mismo» y luego no lo encontraba, siendo que lo traía en el bolsillo trasero del cinturón para herramientas. Sam tenía facilidad para encontrar cosas además de que a su padre le gustaba estar con ella. Cuando terminaran las clases o fuera fin de semana, quería que estuviera ahí con él. Sam se lo explicó a Mikey.
Mikey intentaba ir solo a Terabithia pero no se sentía a gusto. Para que hubiera magia tenía que estar ahí Sam. Tenía miedo de destruirlo todo si intentaba hacer la magia él solo porque estaba claro que no se le daba nada bien.
Si volvía a casa su madre le mandaba a hacer algo o Camile quería que jugara con las muñecas esas Barbie. Dios. Cómo se arrepintió de haberle hecho caso con esos tontos trozos de plástico desde un principio.
A veces se escabullía al patio yendo a la barda que separa el patio de la vieja casa de los Perkins del suyo, había una tabla floja y a veces encontraba debajo de ella al Príncipe Terrien llorando ahí donde el señor Bowie lo tenía exiliado. El hombre no tenía la culpa. Nadie podía hacer nada con ese animal al lado, que te mordisqueaba y saltaba para lamerte la mano. Llevaba al Príncipe de paseo de vez en cuando por la acera y entraba a comprar dulces en la tienda de 24 horas, dejaba al príncipe amarrado afuera y luego salía con una bolsa llena de tiritas agridulces, a las que se volvió adicto cuando conoció a Sam. Eran la comida más abundante en Terabithia.
Se sentía algo solo. O tal vez era la época del año –los últimos restos del invierno- lo que lo estropeaba todo. Nadie, ni los humanos ni los animales, parecían sentirse feliz.
Excepto Sam. Se sentía loca de alegría reparando esa decrépita ruina de una casa. Era feliz siéndole útil a su padre. La mitad de las veces se dedicaban a charlar en lugar de trabajar. Estaba aprendiendo –le contaba a Mikey después del almuerzo- a «comprender» a su padre. A Mikey le resultaba tan impensable querer comprender a los padres como le resultaba impensable abrir la caja fuerte del National Bank de Nueva York con un clip. Los padres eran lo que eran; y no había por qué que andar descifrándolos. Era extraño para Mikey que un señor mayor quisiera hacerse amigo de su hija. Debería tener amigos de su propia edad y dejar que ella tuviera los suyos.
Los sentimientos de Mikey hacia el padre de Sam eran algo así como si tuviera una úlcera en la boca. Cuanto más le mordiera más grande se haría y más le escocería. Continuamente recuerdas que debes tener los dientes quietos. Y luego, tan seguro como dos y dos son cuatro, olvidas que tienes ahí la estúpida cosa y le hincas el diente. Cielos, cómo le molestaba aquél hombre. Incluso le envenenaba el poco tiempo que podía pasar con Sam. Hablaba como una cotorra durante las partidas de ajedrez y era casi como en los viejos tiempos, pero de repente, sin que te lo esperaras, te decía: «Bill piensa eso o lo otro» o «Bill me dijo eso o lo otro». Y tú a hincar el diente en la mismísima úlcera.
Por fin, ella se dio cuenta. Tardó hasta febrero y para una chica tan lista como Sam eso era mucho tiempo.
-¿porqué no te cae bien Bill?
-¿quién te ha dicho que no?
-Maiko, ¿crees que soy tonta?
Bastante tonta, a veces. Pero lo que en realidad dijo fue
-¿y porqué crees que no me cae bien?
-porque ya no vienes a mi casa. Al principio creí que era por algo que había hecho. Pero no es eso. Sigues hablando conmigo en la escuela, muchas veces te veo jugando en el porche de mi casa con el Príncipe, pero ni siquiera te acercas a la puerta.
-siempre estás ocupada –movió la reina en el tablero.
Estaba incómodo porque pensó que esas palabras eran más propias de Katie o de Gerard que de él.
-eso es una estupidez, maiko, puedes ofrecerte a echar una mano, sabes.
Fue como si las luces volvieran a encenderse tras un apagón en una tormenta eléctrica. Dios, ¿cuál de los dos era el más tonto?
Aún así le costó unos días sentirse a gusto con el padre de Sam. Parte del problema era que no sabía como llamarle. Cuando decía «oye», tanto Sam como su padre se volvían hacia él.
-oh, señor Bowie.
-prefiero que me llames Bill, Mikey.
-bueno.
Durante un par de días vaciló cada vez que tenía que decir el nombre, pero, no obstante, con la práctica le salió con más facilidad.
También le ayudó el que Bill, a pesar de su inteligencia y de sus libros, no supiera hacer algunas cosas. Mikey se dio cuenta de que podía serle útil, que no lo consideraba un estorbo al que tienes que aguantar o que destierras al patio, como al Príncipe Terrien.
-eres sorprendente –le decía Bill- ¿dónde aprendiste a hacer esto, Mikey?
Mikey nunca estaba muy seguro de cómo había aprendido las cosas, que no fuera en los libros o en la tele, así que se encogía de hombros y dejaba que Bill y Sam cantasen sus alabanzas. Primero arrancaron las tablas que tapiaban la vieja chimenea y al dejar al descubierto los mohosos ladrillos se entusiasmaron como dos buscadores de oro que han encontrado el filón principal. Después quitaron el papel pintado que había en las paredes del salón, levantando una por una aquellas chillonas capas. A veces, mientras pintaban y esas cosas, escuchaban los discos de Bill, otras veces se dedicaban a hablar. Mikey escuchaba con admiración mientras Bill hablaba de cosas que sucedían en el mundo. Si mamá le pudiera oír juraría que era igual que Walter Conkite (un presentador de TV) y no un hippie. Todos los Bowie eran inteligentes. No inteligentes, quizás, en el sentido de poder arreglar o cultivar cosas, sino inteligentes de una forma que Mikey nunca había conocido. Por ejemplo, un día, Jude se puso a leerles en voz alta, casi todo poesía y una parte italiano que Mikey, más o menos entendió pero no del todo; disfrutaba el armonioso sonido de las palabras y se dejó envolver tibiamente en la sensación de brillantez de los Bowie.
Pintaron el salón de dorado. Mikey y Sam dijeron que querían que fuera azul pero Bill se empeñó en que fuera dorado y quedó tan hermoso que se sintieron encantados por haber cedido.
Después, Bill alquiló una máquina de barnizar de quien sabe donde y quitaron la pintura negra del suelo dejando al descubierto las anchas tablas de roble, que barnizaron.
-no pondremos alfombras –dijo Bill.
-no –asintió Jude-, sería como poner un velo sobre el rostro de la Mona Lisa.
Cuando terminaron de acuchillar las manchas de pintura de las ventanas y limpiado los cristales, llamaron a Jude para que bajara y viera el salón. Era magnífico.
Sam dio un suspiro de satisfacción.
-me gusta esta habitación –dijo- ¿no sientes su encanto dorado? Es digna de estar… en un palacio
Mikey la había mirado alarmado y luego sintió alivio. Así de fácil era contar un secreto. Pero ella no lo había hecho, ni siquiera a sus padres, y Mikey sabía lo que ella sentía hacia ellos.
Milady- Julio Cortázar
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Re: Puente hasta Terabithia.
La tarde siguiente sacaron al Príncipe y se fueron a Terabithia los tres. Había pasado un mes desde que habían estado ahí juntos y a medida que se acercaban al cauce del arroyo aflojaban el paso. Mikey no estaba seguro de recordar cómo ser un rey.
-llevamos muchos años fuera –susurró Sam-, ¿qué tal habrán ido las cosas en Terabithia durante nuestra ausencia?
-¿dónde hemos estado?
-luchando contra los hostiles salvajes de nuestra frontera norte –contestó Sam-. Pero las líneas de comunicación estaban cortadas y por lo tanto no tenemos información de nuestra amada patria desde hace muchas lunas.
-es así como habla una reina –a Mikey le hubiera gustado hacer lo mismo.
El rey de Terabithia se sentó en un tronco y se rascó una pierna, tenía una picadura de algo. Pero la reina se levantó y no lo dejó descansar durante mucho rato.
-debemos ir al pinar a agradecer nuestro regreso a salvo.
Mikey se seco la frente y la siguió hasta el pinar, donde permanecieron en silencio bajo la tenue luz.
-¿a quien damos gracias?
La pregunta provocó una corta vacilación en el rostro de Sam.
-oh dios. –comenzó.
Estaba más en su elemento con la magia que con la religión.
-oh vosotros, Espíritus del Bosque.
-vuestro brazo derecho nos ha concedido la victoria.
Mikey no estaba seguro de dónde había escuchado esas palabras (de seguro en la tele), pero le parecieron apropiadas. Sam le lanzó una mirada de aprobación con una sonrisa. Después dijo:
-Ahora amparad a Terabithia, a su pueblo y a nosotros, sus soberanos.
Auuuu.
-y a su cachorrito.
-y al Príncipe Terrien, su guardián y bufón, amén.
-amén.
Los dos consiguieron reprimir las risas hasta que hubieron salido del lugar sagrado.
Unos días después de su encuentro con los enemigos de Terabithia tuvieron otra clase de encuentro muy diferente en la escuela, durante la cortísima para Mikey hora en la que jugaba una partida –ya perdida desde el principio- de ajedrez con Sam, ella le contó que cuando iba a clase de historia se detuvo en el baño y escuchó en uno de los retretes que alguien lloraba. Bajó la voz
-te va a parecer increíble –le dijo a Mikey-, pero por los pies estoy segura de que era Carly Quinn.
-déjate de bromas
La visión de Carly Quinn sentada en un retrete llorando era demasiado para la imaginación de Mikey.
-bueno, es la única en la escuela que trae zapatos franceses –Mikey intentó no preguntarse cómo era que Sam sabía la nacionalidad de los zapatos-, además, había humo de cigarrillo dentro.
-¿y estás segura de que estaba llorando?
-bueno… no se… –fingió Sam- ¡maiko! ¡Claro que sé cuando alguien llora! –susurró enérgicamente, Mikey reprimió una risa.
-le debió haber pasado algo muy grave… Carly Quinn no llora por cualquier cosa. ¿Qué vamos a hacer?
-¿hacer? –Preguntó ella- ¿qué quieres decir con qué vamos a hacer?
Ahora él era el de las mejillas rojas.
¿Cómo explicárselo?
-Sam, aunque fuera un animal de rapiña tendríamos que ayudarle.
Sam lo miró divertida.
-pues eres tú el que siempre me dices que ando preocupándome por cosas –dijo, sonrió, y bajó la cabeza-. Bueno, ¿y qué piensas hacer? –levantó la vista
Mikey se ruborizó
-a mí no me dejan entrar al baño de chicas
-entonces me vas a dejar que entre a la boca del lobo –dijo Sam-, no gracias.
-Sam, te lo juro, su pudiera entrar, lo haría –estaba realmente convencido de lo que decía- …no le tienes miedo, ¿verdad, Sam?
No le interesaba retarla. Simplemente le desconcertaba la idea de que Sam pudiera tener miedo.
-bueno, voy a entrar. Pero quiero que sepas, Mikey Way, que creo que es la idea más disparatada que has tenido en toda tu miserable vida.
Mikey sonrió.
La siguió con cautela por el pasillo y se escondió en el hueco más cercano al baño de las chicas. Debía quedarse ahí por lo menos para recoger a Sam del suelo cuando Carly la echara a patadas.
Hubo un momento de silencio cuando la puerta se cerró tras Sam. Después se escuchó a Sam diciéndole algo a Carly. Luego vino un rosario de palabrotas dichas en voz alta y a pesar de que la puerta estaba cerrada Mikey las escuchó perfectamente. Después fuertes y chillones sollozos, no de Sam, gracias a dios, luego más sollozos y palabras, todo mezclado, y el timbre.
Una vez en la clase de literatura Mikey clavó los ojos en la puerta. Sam no había llegado. Y no le hubiera extrañado verla entrar hecha un desastre.
En cambio, entró sonriente y sobria, y fue con la Tiburón a explicarle porqué había llegado tarde, y ésta le dedicó una sonrisa que dejó de ser de primer día de curso para convertirse en «especial para Sam Bowie».
¿Cómo averiguaría lo que había pasado? Si enviaba una nota estaba seguro de que todos la leerían, excepto Sam. Y no estaba cerca ni del sacapuntas ni del bebedero como para tomar esto de pretexto para hablar con ella. Y ella no lo volteó a ver.
Sam siguió sonriendo de satisfacción –odiosamente para Mikey- toda la tarde y no le decía a qué era lo que pasaba. Carly le había dedicado a Sam una media sonrisa con sus labios llenos de gloss de cereza mientras caminaba a su asiento de la parte de atrás del autobús. Sam lo había mirado a él después de esto con una sonrisa que dice «¿ves?». Estaba loco por saber qué había ocurrido.
Por fin, en la seguridad del castillo, se lo contó.
-¿sabes por qué lloraba?
-¿cómo voy a saberlo? Dios, Sam, me estas matando. ¿Quieres decirme de una maldita vez?
-Hockstetter y ella terminaron.
La mandíbula de Mikey cayó involuntariamente.
-y a todo mundo le vale un frijol, en especial a su secuaz Darcy, que acaba de conseguir novio y no esta interesada en ningún problema de nadie.
-pero salen juntos desde la primaria –Mikey estaba atónito-, ¿y te lo contó a ti?
-bueno, creo que es porque nadie le había preguntado.
-vaya.
La palabra salió en forma de suspiro
-¿qué pasó después?
-pues que le dije que cuando mi gato se murió, sentí algo parecido, ella no le dio importancia a lo del gato pero sabía que decía la verdad e incluso me pidió consejo.
-¿de veras?
-si, no supe qué decirle después, así que le di un chicle, y le dije que intentara pensar en otras cosas que la hicieran lo que es y no sólo en extrañar a alguien.
Se inclinó bruscamente hacia delante.
-¿fue ese un buen consejo?
-Sam –dijo Mikey-. No estoy seguro ni siquiera de si es un consejo. ¿La hizo sentir mejor?
-creo que si, si lloras de felicidad es porque te sientes bien, ¿no?
-creo que si.
-excelente. –Dijo, echándose para atrás, contenta y tranquila- ¿sabes una cosa, maiko?
-¿qué?
-gracias a ti tengo un amigo y medio en la Preparatoria de Belleville
A Mikey le dolió que significara tanto para Sam tener amigos. ¿Cuándo aprendería que no valen la pena?
-oh, tienes más amigos.
-La Tiburón no cuenta.
Allí, en su lugar secreto, sus sentimientos hervían dentro de él como un guisado en la lumbre; algunos eran tristes por su soledad, pero también había rastros de felicidad. Poder ser su único amigo en el mundo como ella lo era para él, le llenaba de satisfacción.
Por la noche, cuando iba a meterse en la cama, le sorprendió la aguda voz de Camile que le susurró:
-Mikey.
-¿porqué estás despierta?
-Mikey. Sé dónde Sam y tú tienen su escondite.
Amenazó de muerte e hizo jurar a esa niña sobre la Biblia que jamás contaría ni volvería a seguirle. Pero fue incapaz de conseguir el sueño durante varios días. ¿Cómo podía confiarle todo lo que le importaba a una niña respondona que se sorbe los mocos? A veces le parecía que su vida era tan delicada como la de una flor. Un soplido un poco fuerte y se caería en pedazos.
SIETE
El maleficio
El maleficio
El lunes de pascua comenzó a llover en serio. Era como si las fuerzas de la naturaleza conspiraran en contra de la libertad de Sam y Mikey.
Ambos estaban sentados en el porche de los Bowie viendo cómo las llantas de una enorme y flamante camioneta salpicaban agua fangosa a su alrededor
-ése no va a más de cincuenta millas por hora –musitó Mikey.
Sólo se escuchó un suspiro.
-¿qué quieres hacer?
-lo que quiero es ir a Terabithia –dijo ella, mirando tristemente caer la lluvia torrencial.
-¡qué demonios! Vámonos –dijo Mikey.
-bueno –respondió ella, repentinamente alegre
Fue por sus botas y un impermeable y dudó un momento con respecto al paraguas.
-¿crees que podremos columpiarnos hasta el otro lado con un paraguas en la mano?
Él negó con la cabeza.
-no.
-voy a buscar mi abrigo.
Jude salió al corredor.
-¿qué están haciendo?
Eran las mismas palabras que habría dicho la mamá de Mikey pero en un tono totalmente diferente. Los ojos de Jude estaban como nublados y su voz se oía distante.
-no queríamos molestarte, Jude.
-no se preocupen, tenía un bloqueo en este momento. Así que es mejor que los deje. ¿Ya desayunaron?
-no te molestes, Jude, podremos prepararnos algo.
Los ojos de Jude se aclararon un poco.
-tienes puestas las botas.
Sam se miró los pies, traía unas botas de lluvia rojas brillantes.
-oh, sí –dijo, como si se acabara de dar cuenta de ello- pensábamos salir un momento.
-¿está lloviendo otra vez?
-si
-a mi me gustaba pasear bajo la lluvia –la sonrisa de Jude se parecía a la de Camile cuando dormía, o a la de Gerard, cuando la finge para las fotos-. Bueno, si se las pueden arreglar…
-por supuesto.
-¿todavía no ha vuelto Bill?
-no. Dijo que no volvería hasta más tarde. Que no debemos preocuparnos.
-bien –contestó Jude- ¡oh! –dijo, alzando un dedo índice y sus ojos se abrieron de par en par, sin bajar el dedo volvió a su habitación rápidamente y el repiqueteo de la máquina de escribir se reanudó.
Sam sonrió.
-ya no está bloqueada
Mikey se pregunto qué se sentiría eso de tener una madre cuyas historias estaban dentro su cabeza en lugar de estar pasando durante todo el día en la pantalla de la televisión.
La tierra estaba fría. Al llegar a la orilla del arroyo se detuvieron. Daba miedo.
-caray –dijo Sam con respeto.
-si –Mikey levantó la vista hacia el columpio, sintió frío en el estómago-. Sería mejor que lo dejemos.
-vamos, maiko, podemos cruzar –la capucha de su suéter se le había caído hacia atrás y tenía el cabello pegado a la frente
Sam se sentó en el columpio. Mikey recogió al Príncipe Terrien y lo puso en las piernas de Sam, que lo abrazó con una mano y Mikey la empujaría para darle vuelo.
-tienes que sujetar al príncipe con una mano y con la otra te agarras, ¿de acuerdo?
-si, si, lo sé –dijo Sam, dando unos pasitos hacia atrás para agarrar impulso.
-sostente fuerte
-no seas pesado, maiko
Cerró la boca. Le hubiera gustado también cerrar los ojos. Pero no lo hizo y la vio tomar impulso, saltar con el perro en el brazo y caer con gracia del otro lado.
-toma el columpio.
Estiró la mano. Pero tenía los ojos clavados en Sam y el perro. Y el columpio hizo un arco, fuera de su alcance. Lo volvió a tomar y se sentó echándose hacia delante.
Mikey cruzó igual pero en vez de caer de pie con gracia como Sam, cayó sobre su trasero en el césped, mojándose de verde. El Príncipe Terrien automáticamente fue a llenarle de huellitas su suéter y rasparle la lengua rosada en el rostro mojado.
Sam tenía los ojos brillantes.
-levantaos –le costó contener la risa.
El rey de Terabithia hablaba con dificultad pues el perro le trataba de lamer la boca.
-me levantaré, milady –intentó decir con dignidad, pero el perro lo lamía sin cesar-. Cuando vos quitéis a este tonto can de encima de mí.
Caminaron con temerosidad hasta el castillo, que parecía colador, así que se sentaron bajo un árbol denso que no dejaba caer el agua a sus cabezas, jugando con el príncipe, que brincaba de un lado a otro.
-¿sabes? –dijo Sam
-¿hmm?
-no eres el único que tiene miedo a veces. Desearía que no fuera así.
Mikey sonrió.
Fueron a Terabithia el martes y el miércoles. Llovía a intervalos y el miércoles las aguas de arroyo habían alcanzado el tronco del manzano, obligándolos a meter los tobillos al agua cuando se columpiaran.
Mikey hizo todo lo posible por caer de pie en la otra orilla, estar sentado con unos pantalones fríos y mojados no era muy divertido, ni siquiera en un reino mágico.
A Mikey le fue aumentando el miedo de cruzar a medida que crecía el agua del arroyo. Pero Sam no parecía vacilar, de modo que Mikey no podía hacerse el remolón. Pese a que podía obligar a su cuerpo a seguirla, si espíritu se rezagaba, deseoso de agarrarse al manzano silvestre como un gato y no soltarse.
Mientras estaban sentados en su castillo el miércoles, de pronto empezó a llover con tanta fuerza que el agua entró a chorros helados por el tejado. Mikey intentó acurrucarse para evitar lo más desagradable, pero no había forma de evitarlo.
-¿sabéis lo que pienso, oh rey?
Sam vació una de las latas de café con cosas y la puso debajo de la gotera más grande.
-¿Qué?
-Me temo que algún malévolo ha lanzado un maleficio sobre nuestro amado reino.
-que se vaya a la porra el servicio meteorológico.
-subamos hasta el bosque secreto para indagar de los espíritus qué es este mal y cómo debemos combatirlo. En verdad sé que no es una lluvia normal la que abate a nuestro reino
-tienes razón, milady –masculló Mikey, arrastrándose hacia fuera del castillo
En el pinar hasta la lluvia perdía su fuerza torrencial. Sin la filtrada luz del sol se estaba casi a oscuras y el sonido de la lluvia contra las ramas más altas de los pinos llenaba el bosque de una extraña música discordante. Mikey sentía miedo en su estómago, como si fuera un pedazo de rosquilla fría, sin digerir.
Sam alzó los brazos y se encaró con la bóveda verde oscuro
-oh vosotros, espíritus del bosque. –Comenzó solemnemente-. Vecinos de nuestro reino, que está bajo el hechizo de alguna fuerza malévola, desconocida. Dadnos, os suplicamos, la sabiduría para comprender este mal y el poder para vencerlo.- dio un codazo a Mikey
Éste levantó los brazos
-hmmmm, uh. –sintió de nuevo el suave codo de Sam-. Hmmm. Sí. Por favor. Escuchadnos, vosotros, espíritus.
Sam pareció quedar satisfecha. Al menos no le propinó más codazos. Permanecía ahí tranquilamente de pie, como si escuchara a alguien hablándole. Mikey tiritaba, tal vez por el frío o por aquel lugar, no lo sabía. Tal vez era Sam. Se alegró cuando ella se dio la vuelta para salir del bosque. Lo único en que podía pensar era en ropa seca y en un café caliente y tal vez estar sentado un par de horas delante del televisor así. Estaba claro que no era digno de ser el rey de Terabithia. ¿Quién había oído de un rey que tuviera miedo de los árboles altos y de un poco de agua?
Se columpió hasta la otra orilla tan a disgusto consigo mismo que casi olvidó su miedo. En la mitad del vuelo miró hacia abajo a las aguas que rugían abajo. «Al lobo no le tememos. Tra-la-la-la-la», se dijo, y luego levantó la vista rápidamente para mirar el manzano silvestre.
De camino al patio de la casa de ella, sintió cómo se le hacían calambres en las piernas y no quería ni pensar cómo le dolerían durante la noche
-¿porqué no nos cambiamos y vemos la tele en tu casa?
A el le entraron ganas de abrazarla.
-haré café –dijo alegremente.
-yaaaay –dijo ella sonriendo, Mikey la rodeó con un brazo mientras caminaban.
Milady- Julio Cortázar
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Re: Puente hasta Terabithia.
Wow, escribes mui bien. Este Mike me da un poco de risa, bueno puees, creo qe tienes razon con eso de qe el foro ya no está mui activo me puse a leer hoi & cmo qe hai muchas historias a la mitad, bueno eraa todo & aaa si, qe bn qe te haya agradado mi cuento, crei qe no se entenderia, como sea, hasta la vista & suerte con tus pesadillas
yours cruelly: CSR
Última edición por Paperback Writer el Mar 12 Mayo 2009, 21:23, editado 1 vez
Adelaide.- Barón de Montesquieu
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Re: Puente hasta Terabithia.
Gracias por leer.
Cuando Mikey se acostó el miércoles por la noche, le pareció que podía estar tranquilo, que todo iba a ir bien, pero se despertó en la madrugada con la terrible sensación de que seguía lloviendo.
Sencillamente, tendría que decirle a Sam que no iría a Terabithia. Después de todo, ella le había dicho lo mismo cuando estaba arreglando la casa con su papá, y no le hizo preguntas. Lo peor no era que le fastidiara contar a Sam que tenía miedo, sino tenerlo de verdad. Era como si lo hubieran hecho sin una pieza grande, como uno de esos rompecabezas de Camile, donde había un hueco en el lugar donde tenía que estar el ojo y la mandíbula de alguien. Caray, hubiera sido mejor haber nacido sin un brazo que sin tripas. Casi no pudo pegar el ojo en lo que quedaba de la noche, escuchando la espantosa lluvia y sabiendo que por mucho que subiera el agua del arroyo, Sam seguiría deseando cruzarlo.
Oyó a su padre arrancar la camioneta.
Mikey estaba despierto. Sería mejor levantarse, sabía que no iba a poder volver a dormirse. Se puso unos pantalones sobre la ropa interior con la que estaba durmiendo y bajó las escaleras. La lluvia era relajante y tenebrosa, la sala de su casa estaba fría, se sentó en un frío sillón frente la ventana y recargó los brazos en el marco para observar el agua golpeando y resbalando por el cristal.
Recargó la frente en el cristal y suspiró.
Si en verano el arroyo seguía llevando agua le pediría a Sam que le enseñara a nadar (si es que ella sabía; él sabía… en teoría). «¿Qué te parece?» se dijo. Voy a tomar este estúpido terror por los hombros y voy a sacudirlo hasta que quede suficientemente atontado. Se estremeció. Quizás había nacido sin tripas, pero no quería morir sin ellas. Tal vez debería ir a la facultad de medicina y pedirles a los doctores que le hagan un transplante de tripas. No, doctor, el corazón funciona de maravilla, luego le susurraría: lo que pasa es que nací sin tripas. Bobadas de ese tipo le gustaban. Desde luego –detuvo un poco su ritmo de respiración al pensar- lo que necesito en verdad es un transplante de cerebro. Conozco a Sam. No se enfadará ni se burlará de mí cuando le diga que no quiero cruzar hasta que las aguas hayan bajado. Sólo tengo que decir «Sam, no quiero cruzar hoy» «¿porqué no?» «Porque, porque, porque…»
El teléfono sonó detrás de él. Le echó una mirada. A Mikey no le gustaba contestar el teléfono porque además de que no sabía cómo contestar si le preguntaban por alguien de su casa, no le gustaba como su voz se escuchaba a través de aparatos como la grabadora, los micrófonos y en especial el teléfono.
Pero como no había nadie mas despierto en la casa decidió ir a levantar el maldito aparato.
Nunca le llamaba nadie. Sam le había llamado exactamente una vez y Katie le había estado enfadando y diciendo en voz alta por toda la casa que con quien estaba hablando era su «amada». Así que Sam decidió que era más sencillo ir a su casa a buscarle cuando quería hablar con él.
Por la voz podría ser la señorita Carlisle.
Era la señorita Carlisle.
-¿Mikey? -su voz fluía por el auricular, bellísima-. Hace un tiempo espantoso, ¿no?
-S-si, señorita Carlisle –no se atrevió a decir más porque le daba miedo a que le temblara más la voz
-tenía pensado ir a Nueva York hoy en coche a visitar la National Gallery. ¿te gustaría acompañarme?
Mikey sudaba frío. Dios, quiere que nos casemos.
-¿Mikey?
-oh, si –intentó tomar aliento para seguir hablando.
-¿te gustaría ir conmigo?
Dios.
-oh, claro que si
-¿necesitas permiso para venir? –preguntó ella con suavidad
-S-si, si, espere un momento.
Sin darse cuenta se encontró enredado con el cable del teléfono. Se desenredó, puso suavemente el teléfono a un lado del aparato e intentó no correr con mucha fuerza. Tropezarse sería el colmo.
Entró con cuidado a la habitación de sus padres. Su madre era un bulto debajo de la cobija. Le tocó ligeramente el hombro.
-¿mamá? –dijo casi susurrando, no quería despertarla por completo porque si se despertaba y lo pensaba tal vez le dijera que no
Su madre solo emitió un bufido largo debajo de la cobija
-una profesora quiere que vaya con ella a Nueva York, al Nat. Gallery
-¿Nueva York? –las palabras salían confusas
-si. Una cosa de la escuela –le pasó la mano por el brazo- no volveré muy tarde, ¿bien?
Otro bufido, de aprobación.
Mikey volvió tan rápido sus pies lo dejaron y tomó el teléfono con cuidado para no caerse
-sí, señorita Carlisle, sí puedo ir.
-genial. Te recogeré en veinte minutos. Dame tu dirección.
-¿a dónde irás?
Camile estaba en la puerta de la habitación con la pijama puesta y tallándose un ojo
-eh, a Nueva York, cuando mi mamá se despierte le dices
-¿no le pediste permiso?
-si, pero ya sabes cómo es
-ah, si
Mikey la volteó a ver, Camile aún estaba soñolienta, se había sentado en la cama junto al bulto verde que era Gerard bajo su cobija, estaba pálida y con la piel de gallina y tenía el cabello castaño claro cayéndole en mechones como un nido de ardilla en invierno. «Seguro que es la niña más fea del mundo» pensó Mikey, mirándola con cariño mientras metía los pies a sus tenis.
-no me mires así –dijo Camile enojada
-oh claro, lo siento –dijo Mikey, divertido- es que eres TAN linda que no puedo dejar de mirarte
Al ver el coche de la señorita Carlisle, salió disparado con su abrigo negro y se puso debajo del porche, ella venía con una sombrilla. Ya le daría más detalles Camile a su madre de a donde iría cuando estuviera a salvo en la carretera. Se alegró de que Camile tuviera toda su atención puesta en la tele.
No se le ocurrió hasta que ya iban a medio camino que podría haber preguntado a la señorita Carlisle si Sam podía venir. Pero cuando lo pensaba no podía menos que sentir un secreto placer al encontrarse a solas con la señorita Carlisle en su bonito automóvil. Conducía con mucho cuidado, con las manos en la parte superior del volante, mirando fijamente hacia delante. Las ruedas canturreaban y los limpiaparabrisas oscilaban a un alegre ritmo. El coche estaba caliente y lleno del aroma de la señorita Carlisle. Mikey iba sentado con las manos apretadas entre las rodillas, el cinturón sujetándole por el pecho.
-maldita lluvia –dijo ella- me voy a volver loca de tanto no poder salir
-si –dijo él, contento
-tu también, ¿eh? –ella le lanzó una rápida sonrisa
Su proximidad le mareaba, asintió con la cabeza
-¿conoces la National Gallery?
Ni siquiera conocía Nueva York, pero esperaba que no se lo preguntara
-eh, no, señorita Carlisle
-llámame Simone
Mikey tragó saliva
-está bien
-¿es la primera vez que visitas una galería de arte?
Pues, Gerard le había contado cómo era una… pero Mikey personalmente no había conocido una
-si
No quiso decir Simone, se trabaría.
-estupendo, mi vida ha valido para algo
No le entendió, pero tampoco le importó, él seguía sonriente en su asiento como un niño al que le han prometido un helado. Sabía que ella estaba contenta con él y eso era suficiente.
Nueva york era sorprendente. Sam había visto estas cosas un millón de veces, apostaría.
Entrar en la galería era como entrar en un pinar, el techo abovedado, el fresco chapoteo de la fuente, y el verde crecía todo alrededor. Dos niños se habían escapado de su madre y corrían y gritaban por el lugar. Mikey tuvo el impulso de decirles que eso no se hace en un lugar sagrado.
Y luego los cuadros, sala tras sala, planta tras planta. Se embriagó del color, la forma y la amplitud, y con la voz y el perfume de la señorita Carlisle siempre a su lado. Ella se inclinaba de vez en cuando (Mikey casi le llegaba la estatura pero no se dignaba a hacerse hacia arriba, quería que ella se inclinara) para darle alguna explicación o para hacerle alguna pregunta, sus cabello negros cayéndole sobre los hombros. Los hombres se fijaban más en ella que en los cuadros y Mikey tuvo ganas de decirles en su mente «¡jah! Perdedores».
Almorzaron tarde en la cafetería. Cuando ella habló de almuerzo se quedó horrorizado pensando que necesitaría dinero y no sabía cómo decirle que no llevaba, ni siquiera lo tenía.
-ahora vamos a discutir quien paga. Soy una mujer liberal, Mikey Way, cuando invito a un hombre a salir conmigo pago yo, ¿capische?
Intentó una forma de protestar sin que después le presentaran la cuenta. Mañana le preguntaría a Sam cómo debería haber hecho las cosas. Aunque dudaba que Sam supiera también. Sonrió por dentro.
Al salir del edificio resplandecía un magnífico sol primaveral. Mikey parpadeó ante la luz
-¡bau!- dijo la señorita Carlisle- he aquí un milagro, ¡el sol! Ya estaba pensando que estábamos en una cueva y que nunca podríamos salir, como en el mito japonés
Se sintió bien otra vez. Durante todo el viaje de regreso la señorita Carlisle le contó a Mikey historias sobre su año de universidad en Japón, Mikey reía, todos ahí eran más bajos que ella y no tenía idea de cómo usar los retretes
-eran como en Star Trek
Estaba tranquilo. Tenía tantas cosas que contarle a Sam y también tantas que preguntarle. No le importaba que su madre pudiera estar enfadada. Ya se le pasaría. Y había valido la pena.
Ese día perfecto hubiera valido lo que tuviera que pagar por él.
O eso pensó.
Antes de llegar a la casa, la señorita Carlisle le dedicó una sonrisa
-bien, Mikey, gracias por este día tan maravilloso
El sol del poniente se reflejaba en el parabrisas, deslumbrándole
-no, señori… Simone –su voz sonó aguda y extraña, carraspeó- gracias a usted. Bueno…
No quería marcharse sin darle las gracias de vedad pero no le salían las palabras. Más tarde, por supuesto, le saldrían, cuando estuviera en la cama o en el castillo.
-bueno.
Abrió la puerta y salió
-hasta el jueves
Ella movió la cabeza, sonriendo
-hasta luego
Miró hasta que el coche desapareció y luego se volvió y caminó rápido hacia su casa.
Había entrado en la cocina antes de darse cuenta se que algo había ocurrido. La camioneta de su padre estaba aparcada pero no se fijó hasta que entró a la sala y los encontró a todos sentados, su padre estaba sentado mirándolo y su madre corrió a abrazarlo. Lo agarró por el cuello y le acarició la cabeza, llorando. Gerard y Katie en la mesa, no estaban comiendo, no había nada en la mesa, ni tampoco la tele estaba encendida, Katie lo miraba como nunca antes lo había hecho, preocupada. Camile lo miraba sentada con las piernas cruzadas desde el suelo de la sala, con los ojos bien abiertos. De repente, su madre soltó un sollozo escalofriante
-oh dios, dios.
Siguió diciéndolo mientras le besaba toda la coronilla, Gerard se acercó para rodearla torpemente con un brazo, sin dejar de mirarlo a él con preocupación.
-les dije que se había ido a algún sitio –dijo Camile desde el suelo, con calma y obstinadamente, como si lo hubiera repetido muchas veces sin que nadie le creyera.
Mikey entrecerró los ojos como si estuviera intentando mirar dentro de un desagüe. No sabía ni qué preguntarles
-¿qué…? –comenzó Mikey
-tu novia murió y mi tía… c-creía que tú también habías muerto –dijo la voz de Katie, apagada, parecía que si no lo decía iba a explotar, sus ojos estaban rojos.
Cuando Mikey se acostó el miércoles por la noche, le pareció que podía estar tranquilo, que todo iba a ir bien, pero se despertó en la madrugada con la terrible sensación de que seguía lloviendo.
Sencillamente, tendría que decirle a Sam que no iría a Terabithia. Después de todo, ella le había dicho lo mismo cuando estaba arreglando la casa con su papá, y no le hizo preguntas. Lo peor no era que le fastidiara contar a Sam que tenía miedo, sino tenerlo de verdad. Era como si lo hubieran hecho sin una pieza grande, como uno de esos rompecabezas de Camile, donde había un hueco en el lugar donde tenía que estar el ojo y la mandíbula de alguien. Caray, hubiera sido mejor haber nacido sin un brazo que sin tripas. Casi no pudo pegar el ojo en lo que quedaba de la noche, escuchando la espantosa lluvia y sabiendo que por mucho que subiera el agua del arroyo, Sam seguiría deseando cruzarlo.
OCHO
El día perfecto
El día perfecto
Oyó a su padre arrancar la camioneta.
Mikey estaba despierto. Sería mejor levantarse, sabía que no iba a poder volver a dormirse. Se puso unos pantalones sobre la ropa interior con la que estaba durmiendo y bajó las escaleras. La lluvia era relajante y tenebrosa, la sala de su casa estaba fría, se sentó en un frío sillón frente la ventana y recargó los brazos en el marco para observar el agua golpeando y resbalando por el cristal.
Recargó la frente en el cristal y suspiró.
Si en verano el arroyo seguía llevando agua le pediría a Sam que le enseñara a nadar (si es que ella sabía; él sabía… en teoría). «¿Qué te parece?» se dijo. Voy a tomar este estúpido terror por los hombros y voy a sacudirlo hasta que quede suficientemente atontado. Se estremeció. Quizás había nacido sin tripas, pero no quería morir sin ellas. Tal vez debería ir a la facultad de medicina y pedirles a los doctores que le hagan un transplante de tripas. No, doctor, el corazón funciona de maravilla, luego le susurraría: lo que pasa es que nací sin tripas. Bobadas de ese tipo le gustaban. Desde luego –detuvo un poco su ritmo de respiración al pensar- lo que necesito en verdad es un transplante de cerebro. Conozco a Sam. No se enfadará ni se burlará de mí cuando le diga que no quiero cruzar hasta que las aguas hayan bajado. Sólo tengo que decir «Sam, no quiero cruzar hoy» «¿porqué no?» «Porque, porque, porque…»
El teléfono sonó detrás de él. Le echó una mirada. A Mikey no le gustaba contestar el teléfono porque además de que no sabía cómo contestar si le preguntaban por alguien de su casa, no le gustaba como su voz se escuchaba a través de aparatos como la grabadora, los micrófonos y en especial el teléfono.
Pero como no había nadie mas despierto en la casa decidió ir a levantar el maldito aparato.
Nunca le llamaba nadie. Sam le había llamado exactamente una vez y Katie le había estado enfadando y diciendo en voz alta por toda la casa que con quien estaba hablando era su «amada». Así que Sam decidió que era más sencillo ir a su casa a buscarle cuando quería hablar con él.
Por la voz podría ser la señorita Carlisle.
Era la señorita Carlisle.
-¿Mikey? -su voz fluía por el auricular, bellísima-. Hace un tiempo espantoso, ¿no?
-S-si, señorita Carlisle –no se atrevió a decir más porque le daba miedo a que le temblara más la voz
-tenía pensado ir a Nueva York hoy en coche a visitar la National Gallery. ¿te gustaría acompañarme?
Mikey sudaba frío. Dios, quiere que nos casemos.
-¿Mikey?
-oh, si –intentó tomar aliento para seguir hablando.
-¿te gustaría ir conmigo?
Dios.
-oh, claro que si
-¿necesitas permiso para venir? –preguntó ella con suavidad
-S-si, si, espere un momento.
Sin darse cuenta se encontró enredado con el cable del teléfono. Se desenredó, puso suavemente el teléfono a un lado del aparato e intentó no correr con mucha fuerza. Tropezarse sería el colmo.
Entró con cuidado a la habitación de sus padres. Su madre era un bulto debajo de la cobija. Le tocó ligeramente el hombro.
-¿mamá? –dijo casi susurrando, no quería despertarla por completo porque si se despertaba y lo pensaba tal vez le dijera que no
Su madre solo emitió un bufido largo debajo de la cobija
-una profesora quiere que vaya con ella a Nueva York, al Nat. Gallery
-¿Nueva York? –las palabras salían confusas
-si. Una cosa de la escuela –le pasó la mano por el brazo- no volveré muy tarde, ¿bien?
Otro bufido, de aprobación.
Mikey volvió tan rápido sus pies lo dejaron y tomó el teléfono con cuidado para no caerse
-sí, señorita Carlisle, sí puedo ir.
-genial. Te recogeré en veinte minutos. Dame tu dirección.
-¿a dónde irás?
Camile estaba en la puerta de la habitación con la pijama puesta y tallándose un ojo
-eh, a Nueva York, cuando mi mamá se despierte le dices
-¿no le pediste permiso?
-si, pero ya sabes cómo es
-ah, si
Mikey la volteó a ver, Camile aún estaba soñolienta, se había sentado en la cama junto al bulto verde que era Gerard bajo su cobija, estaba pálida y con la piel de gallina y tenía el cabello castaño claro cayéndole en mechones como un nido de ardilla en invierno. «Seguro que es la niña más fea del mundo» pensó Mikey, mirándola con cariño mientras metía los pies a sus tenis.
-no me mires así –dijo Camile enojada
-oh claro, lo siento –dijo Mikey, divertido- es que eres TAN linda que no puedo dejar de mirarte
Al ver el coche de la señorita Carlisle, salió disparado con su abrigo negro y se puso debajo del porche, ella venía con una sombrilla. Ya le daría más detalles Camile a su madre de a donde iría cuando estuviera a salvo en la carretera. Se alegró de que Camile tuviera toda su atención puesta en la tele.
No se le ocurrió hasta que ya iban a medio camino que podría haber preguntado a la señorita Carlisle si Sam podía venir. Pero cuando lo pensaba no podía menos que sentir un secreto placer al encontrarse a solas con la señorita Carlisle en su bonito automóvil. Conducía con mucho cuidado, con las manos en la parte superior del volante, mirando fijamente hacia delante. Las ruedas canturreaban y los limpiaparabrisas oscilaban a un alegre ritmo. El coche estaba caliente y lleno del aroma de la señorita Carlisle. Mikey iba sentado con las manos apretadas entre las rodillas, el cinturón sujetándole por el pecho.
-maldita lluvia –dijo ella- me voy a volver loca de tanto no poder salir
-si –dijo él, contento
-tu también, ¿eh? –ella le lanzó una rápida sonrisa
Su proximidad le mareaba, asintió con la cabeza
-¿conoces la National Gallery?
Ni siquiera conocía Nueva York, pero esperaba que no se lo preguntara
-eh, no, señorita Carlisle
-llámame Simone
Mikey tragó saliva
-está bien
-¿es la primera vez que visitas una galería de arte?
Pues, Gerard le había contado cómo era una… pero Mikey personalmente no había conocido una
-si
No quiso decir Simone, se trabaría.
-estupendo, mi vida ha valido para algo
No le entendió, pero tampoco le importó, él seguía sonriente en su asiento como un niño al que le han prometido un helado. Sabía que ella estaba contenta con él y eso era suficiente.
Nueva york era sorprendente. Sam había visto estas cosas un millón de veces, apostaría.
Entrar en la galería era como entrar en un pinar, el techo abovedado, el fresco chapoteo de la fuente, y el verde crecía todo alrededor. Dos niños se habían escapado de su madre y corrían y gritaban por el lugar. Mikey tuvo el impulso de decirles que eso no se hace en un lugar sagrado.
Y luego los cuadros, sala tras sala, planta tras planta. Se embriagó del color, la forma y la amplitud, y con la voz y el perfume de la señorita Carlisle siempre a su lado. Ella se inclinaba de vez en cuando (Mikey casi le llegaba la estatura pero no se dignaba a hacerse hacia arriba, quería que ella se inclinara) para darle alguna explicación o para hacerle alguna pregunta, sus cabello negros cayéndole sobre los hombros. Los hombres se fijaban más en ella que en los cuadros y Mikey tuvo ganas de decirles en su mente «¡jah! Perdedores».
Almorzaron tarde en la cafetería. Cuando ella habló de almuerzo se quedó horrorizado pensando que necesitaría dinero y no sabía cómo decirle que no llevaba, ni siquiera lo tenía.
-ahora vamos a discutir quien paga. Soy una mujer liberal, Mikey Way, cuando invito a un hombre a salir conmigo pago yo, ¿capische?
Intentó una forma de protestar sin que después le presentaran la cuenta. Mañana le preguntaría a Sam cómo debería haber hecho las cosas. Aunque dudaba que Sam supiera también. Sonrió por dentro.
Al salir del edificio resplandecía un magnífico sol primaveral. Mikey parpadeó ante la luz
-¡bau!- dijo la señorita Carlisle- he aquí un milagro, ¡el sol! Ya estaba pensando que estábamos en una cueva y que nunca podríamos salir, como en el mito japonés
Se sintió bien otra vez. Durante todo el viaje de regreso la señorita Carlisle le contó a Mikey historias sobre su año de universidad en Japón, Mikey reía, todos ahí eran más bajos que ella y no tenía idea de cómo usar los retretes
-eran como en Star Trek
Estaba tranquilo. Tenía tantas cosas que contarle a Sam y también tantas que preguntarle. No le importaba que su madre pudiera estar enfadada. Ya se le pasaría. Y había valido la pena.
Ese día perfecto hubiera valido lo que tuviera que pagar por él.
O eso pensó.
Antes de llegar a la casa, la señorita Carlisle le dedicó una sonrisa
-bien, Mikey, gracias por este día tan maravilloso
El sol del poniente se reflejaba en el parabrisas, deslumbrándole
-no, señori… Simone –su voz sonó aguda y extraña, carraspeó- gracias a usted. Bueno…
No quería marcharse sin darle las gracias de vedad pero no le salían las palabras. Más tarde, por supuesto, le saldrían, cuando estuviera en la cama o en el castillo.
-bueno.
Abrió la puerta y salió
-hasta el jueves
Ella movió la cabeza, sonriendo
-hasta luego
Miró hasta que el coche desapareció y luego se volvió y caminó rápido hacia su casa.
Había entrado en la cocina antes de darse cuenta se que algo había ocurrido. La camioneta de su padre estaba aparcada pero no se fijó hasta que entró a la sala y los encontró a todos sentados, su padre estaba sentado mirándolo y su madre corrió a abrazarlo. Lo agarró por el cuello y le acarició la cabeza, llorando. Gerard y Katie en la mesa, no estaban comiendo, no había nada en la mesa, ni tampoco la tele estaba encendida, Katie lo miraba como nunca antes lo había hecho, preocupada. Camile lo miraba sentada con las piernas cruzadas desde el suelo de la sala, con los ojos bien abiertos. De repente, su madre soltó un sollozo escalofriante
-oh dios, dios.
Siguió diciéndolo mientras le besaba toda la coronilla, Gerard se acercó para rodearla torpemente con un brazo, sin dejar de mirarlo a él con preocupación.
-les dije que se había ido a algún sitio –dijo Camile desde el suelo, con calma y obstinadamente, como si lo hubiera repetido muchas veces sin que nadie le creyera.
Mikey entrecerró los ojos como si estuviera intentando mirar dentro de un desagüe. No sabía ni qué preguntarles
-¿qué…? –comenzó Mikey
-tu novia murió y mi tía… c-creía que tú también habías muerto –dijo la voz de Katie, apagada, parecía que si no lo decía iba a explotar, sus ojos estaban rojos.
Última edición por Milady el Sáb 17 Ene 2009, 15:45, editado 1 vez
Milady- Julio Cortázar
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Fecha de inscripción : 30/04/2008
Re: Puente hasta Terabithia.
NUEVE
¡No!
¡No!
Algo comenzó a dar vueltas en la cabeza de Mikey. Abrió la boca pero estaba seca y no había palabras. Miró bruscamente las caras de todos esperando a que alguien le ayudara o le dijera que es una broma. Los colores desaparecieron de su rostro, sus labios quedaron pálidos.
Gerard fue el que habló, su voz sonaba ronca
-encontraron a Sam en el arroyo en la mañana
-no –dijo Mikey, encontrando por fin su voz-. Sam no puede ahogarse. Sabe nadar muy bien
Mikey sabía que no debía decir «puede» y «sabe», sino «podía» y «sabía», pero sólo no le salió.
-se rompió la vieja tabla del columpio y creen que se golpeó la cabeza con algo cuando cayó –prosiguió Gerard
-no –dijo Mikey, sacudiendo la cabeza.- no.
Su padre levantó la vista
-lo siento muchísimo, hijo.
-¡No! –Mikey estaba chillando-. ¡No te creo! –Le gritó a su hermano-. ¡Estás mintiendo!
Se separó de los brazos de su madre, y los miró, Gerard lo miraba con los ojos húmedos, todos los demás tenían la cabeza baja excepto Camile, que lo miraba con ojos llenos de terror. Pero, ¿y si te mueres?
Se dio la vuelta y salió de la casa dejando caer la puerta con un gran ruido. Bajó por la acera en dirección opuesta a la carretera a Nueva York, caminó y caminó, cruzó la calle sin fijarse. Un auto que se acercaba tocó la bocina y la volvió a tocar, pero Mikey fingió no escucharlo. O más bien casi no lo escuchó.
Sam-muerta-novia-tabla-rota-cayó-tú-tú-tú. Las palabras estallaron en su cabeza como palomitas de maíz en el microondas. Comenzó a correr y resbaló, pero no dejó de correr, tenía miedo de detenerse. Sabía que correr podría ser la única cosa que mantendría a Sam viva. Dios. Muerta-tú-Sam-tú. Dios. Dependía de él. Corría y corría, como nunca lo había hecho antes, el suelo de la acera aún estaba mojado. Tenía que seguir corriendo.
Detrás de él escuchó el parabá de la camioneta, pero no podía volverse. Tenía que ir más rápido. Pero su padre le pasó y se detuvo, y Gerard bajó de un salto de la camioneta y lo siguió y lo agarró por detrás por la cintura, Mikey luchó y pataleó como un bebé, pero Gerard lo agarró fuerte, Mikey luchaba, pero se rindió ante el torpor que se apoderaba de su cabeza y que salía de un rincón de su cerebro.
Se apoyó contra la puerta de la camioneta y su cabeza venía chocando contra la ventana, sus anteojos se enchuecaban pero no le importó. Su hermano, que iba junto a él, carraspeó como para decir algo, pero cerró la boca al mirar a Mikey, que miraba hacia el vidrio. Bien hecho.
Cuando se detuvieron en la casa casi empuja a su hermano al bajar. La sensación de entumecimiento se apoderó de él de nuevo y se tumbó en su cama.
Estaba despierto, vuelto en si de golpe en el oscuro silencio de las casa. Se incorporó, el cuerpo le dolía y tiritaba aunque tenía toda la ropa puesta. Incluso los tenis. Algún sueño debió haberlo despertado, pero no recordaba cómo iba. Sólo recordaba la sensación de espanto en que había estado sumergido. A través de la ventana con las cortinas entreabiertas se veía la luna rodeada de centenares de estrellas.
Recordó que alguien le había dicho que Sam había muerto. Pero ahora sabía que eso formaba parte de su horrible sueño. Sam no podía morir. Como tampoco él. Pero las palabras daban vuelta en su cabeza como hojas secas en un tornado. Si caminaba a la vieja casa de los Perkins y tocaba la puerta, Sam le abriría sonriente con el cabello metido en una gorra (tal vez en paños menores, sin importarle), y el Príncipe Terrien dando vueltas en torno suyo como una de esas estrellas alrededor de la luna. Era una hermosa noche. Tal vez podrían correr por el baldío bajo la luz lunar y columpiarse hasta Terabithia, luego la abrazaría y le diría que es por el horrible sueño que tuvo.
Había estado con ella ahí en la oscuridad, podrían encontrar el camino al castillo y él le contaría su día en Nueva York con la señorota Carlisle. Y pedirle perdón. Qué imbécil había sido de no preguntarle a la señorita Carlisle si Sam no los podía acompañar también. Él y Sam y la señorita Carlisle hubieran podido pasar un día maravilloso. Diferente, claro, del día que pasó a solas con Mikey, pero también muy bueno, perfecto. Las dos se caían muy bien. De veras lo siento, Sam.
Se quitó los tenis y el abrigo y se envolvió con las sábanas. Que estúpido he sido por no preguntar.
No importa. Hubiera dicho Sam. He estado en Nueva York miles de veces, ahí vivía, ¿recuerdas?
¿Viste alguna vez la National Gallery?
Resulta que ese lugar era el único lugar en toda Nueva York que Sam no había visitado y Mikey pudo contárselo, describiendo las maquetas de las diminutas bestias lanzándose a muerte en una exposición llamada La caza del Búfalo.
¿Sabes una cosa rara?
¿Qué?, preguntó Sam.
Tuve miedo de ir a Terabithia esta mañana.
El frío que sentía en su estómago amenazó con apoderarse de todo su cuerpo. Se dio la vuelta y se tumbó boca abajo. Tal vez sería mejor no pensar en Sam en este momento. Pero era muy tarde, ella ya se había apoderado de su mente. La iría a ver a primera hora en la mañana, daría mejores explicaciones a la luz del día cuando se hubiera librado de los efectos de la pesadilla de la cual no recordaba nada.
Intentó recordar su viaje a Nueva York, intentando fijarse en los detalles de los cuadros y estrujándose la cabeza por revivir todo, incluso el tono de voz de la señorita Carlisle, que le hablaba en el oído y lo metía en una especie de psicodélico sueño de opio al ver las imágenes, oler su perfume y escuchar su voz.
Pero regresó el recuerdo, sintió una extraña sensación de caída, parecida a cuando vas subiendo las escaleras en la oscuridad y piensas que hay otro escalón, y tu pie cae al vacío por unos momentos. Y no hay nada ahí.
No se dio cuenta de nada más hasta que sintió los molestos rayos de sol tibios en la cara, se puso los anteojos y se sentó, en la cama de Gerard no quedaba más que sólo sábanas arrugadas y se oían movimientos y voces bajas en la cocina.
Dios.
Katie apartó la vista de la sartén al escucharlo llegando a la cocina. Tenía cara de querer preguntarle algo pero se limitó a saludarlo con la cabeza.
Volvió a sentir el frío.
-¿tienes ganas de desayunar? –soltó Katie, tímidamente.
Tal vez por eso tuviera el estómago tan raro. No había probado un bocado desde que la señorita Carlisle le había obligado a comerse un helado pagado por ella en el camino.
Gerard y Camile levantaron la vista para mirarlo desde la mesa y luego volvieron la vista sin hacer ruido.
-mamá salió de compras temprano –murmuró Gerard rascándose la cabeza.
Mikey no habló y se sentó frente la mesa. Katie puso un plato con hot-cakes frente a él. Mikey no recordaba la última vez que Katie le había cocinado. Los empapó con miel de maple y empezó a comer. Sabían estupendamente.
-¿estás bien?
Era la pregunta más estúpida que pudo haberle preguntado su hermano, pero Mikey comprendió su preocupación. Lo miró confuso, con la boca llena, pero no habló.
-debes estar destrozado.
El frío que Mikey sentía se encogió y se desplomó
-¿quieres callarte la boca, Gee? –dijo Katie, girando la cabeza fugazmente hacia la mesa.
Gerard discutió con Katie. Mikey los podía oír, escuchaba las palabras pero no entendía qué significaban, le quedaban más lejanas que el sueño que había tenido. Masticó y tragó y cuando Katie le puso tres hot-cakes más en su plato se los comió también.
Camile deslizó por la mesa un vaso con leche que Mikey atrapó con la mano sin despegar la vista de su plato mientras comía. Mikey no se dio cuenta de que su hermano y sus primas se miraban entre sí y luego a él. Pero Mikey no pensó en hora cosa más que en los hot-cakes y en lo ricos que estaban y que esperaba que Katie le pusiera más. Algo le dio a entender que no debía pedir más (estaba lleno), pero se sintió decepcionado cuando no le dieron otra. Entonces pensó que debería levantarse y dejar la mesa. Pero no estaba seguro de adónde ir o de qué hacer.
-Mikey –dijo Katie suavemente- si quieres te acompañamos a la vieja casa de los Perkins, para que no vayas solo, ahí tienen a la chica.
Mikey intentó comprender lo que le decía, pero se sintió como un tonto.
-¿qué chica?
Los tres que lo miraban se quedaron helados, Gerard tenía la boca abierta y estaba muy preocupado, eso lo podía saber Mikey.
-Mikey, tu amiga murió. Tienes que comprenderlo.
Mikey bajó la vista.
-ya sé que no es fácil –fue lo que escuchó.
Milady- Julio Cortázar
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Re: Puente hasta Terabithia.
QUIERO LEER EL FINAL, ANNE!!!
Adelaide.- Barón de Montesquieu
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